Los milagros se producen en silencio y se festejan casi siempre ruidosamente. El de Navidad muchos lo hacen con fiestas, celebraciones, fuegos artificiales, comidas, invitados, risas, vestidos y zapatos nuevos, flores, luces, música, brindis, regalos.
Pero el silencio fue su matriz, su útero, su cobijo y su alimento. Los milagros ocurren a solas, casi sin testigos, porque esperados se presentan inesperados, nadie sabe ni el día ni la hora, asombrosos y casi banales. Solo un corazón atento y agradecido los descubre. De tan extraordinarios parecen normales. Dentro del mundo religioso los reportados en el libro más conocido por nosotros, La Biblia, ocurren en el mundo de lo cotidiano, donde vivimos. Solo una mirada y una reflexión posterior les da su verdadera dimensión. Elías esperaba el paso del Señor, pero este no se manifestó ni en el huracán ni en el viento fuerte, sino en una ligera brisa. Los leprosos que Jesús curó siguieron su camino, solo uno regresó para dar gracias.
Un nacimiento siempre es un milagro. Por más que las explicaciones científicas intenten mostrarlo como normal. Que entre millones de posibilidades se produzca una fecundación es motivo de asombro y que de ellas nazca un bebé indefenso requerido de ayuda y cariño es admirable. Vivimos rodeados de milagros: la prisa y la costumbre nos impiden reconocerlos muchas veces. Ver, oír tocar, respirar, escuchar, sonreír, caminar, digerir, oler, son milagros. Vivir es un milagro. Amar y ser amados son los mayores milagros.
La vida de Jesús, tal como nos es reportada por los evangelios es un milagro con mayúsculas. Sus milagros, que sí los hizo, nos abren los ojos sobre el milagro fundamental que es Él mismo. Nacido en un pueblo perdido y minúsculo en medio de las guerras de los poderosos de entonces y con la complicidad de sus gobernantes, sin otro horizonte que la naturaleza ruda del desierto o amable del Mediterráneo, en medio de artesanos, cambistas, pescadores, nómadas, militares y políticos avasalladores y dominantes. No sabemos qué hizo durante casi 30 años, tan metido en la masa del quehacer cotidiano que no hay mucho que reportar. En el silencio, de nuevo, cuaja su destino y acuña sus palabras. Que tienen que ver con harina y levadura, barridos de casa y pérdidas de monedas, sal y luz, viñas y uvas, lagos y tempestades, peces y redes. Ovejas y lobos, pastores y ladrones. Como la semilla que cae en tierra y luego revienta en plantas y frutos. Portado por las inmensas aspiraciones del pueblo en que nace, es su portavoz pero lo lleva mucho más allá de lo que esperaba, le exige mucho más de lo que está dispuesto a dar y a hacer. Cambiar regímenes políticos, sobre todo si son opresores, cambiar gobiernos puede llevar tiempo, tiene costos pero se puede lograr. Es más evidente y en cierto sentido más gratificante. Recibe aplausos y reconocimientos, distinciones y agasajos. Pero que las personas, cada uno, cambie para bien, sea libre, alegre, solidario tiene aparentemente menos costos pero cuesta más. A ese cambio no siempre estamos dispuestos.
En el seno del regocijo que el estar juntos deparará a muchos estas fiestas, ¿habrá espacio para el silencio del corazón, ese que escucha en medio del ruido y distingue el paso tenue de la brisa en que se encuentra la manifestación de Dios, el amor, la paz y la alegría?