Viví mi infancia en un pueblito cuyo nombre poco importa. Dormíamos con la puerta de la casa abierta, mis padres daban dinero en préstamo sin firmar papel, la palabra de uno era tan sagrada como la firma oficial. No se le hubiera ocurrido a nadie rayar un automóvil, arrancar plantas, maltratar a un animal, todo el mundo se conocía, existía solidaridad.
Ahora tenemos miedo de salir, las casas están enrejadas, tienen guardianes. Andamos inquietos, seguros puestos, vidrios cerrados. Se disparan sistemas antirrobos, desaparecen antenas, los accesorios lucen remachados, los homicidios son pan diario. Nos hablan de escopolamina, aconsejan nunca entablar conversaciones con desconocidos cuando me encanta saber algo de quienes me abordan con gentileza en el supermercado. Tuvimos que crear el término “secuestro express”, los consulados acreditados ponen en guardia a los turistas. Internet se convierte en trampa en la que nos pueden extorsionar, engañar con e-mails desgarradores, entrar en confianza para lastimarnos. Soy muy ingenuo, pronto a la compasión, creo en la bondad del ser, razón por la que me llevo tremendos chascos. Me identifico con todos, soy indulgente con las faltas amorosas, no juzgo a nadie. ¿Cómo puedo saber si en tan voluminoso correo existe siempre buena fe sobre todo cuando ventilan problemas personales? Comprendo por qué los diarios exigen el número de cédula mas existe la posibilidad de una falsificación. Podemos inventarnos nombre, apellido, razón social, hobbies. El famoso Facebook se convierte en vitrina donde cualquier cibernauta encuentra datos nuestros. Me da pena cuando aquellos enlaces hablan de religiones, pues Dios no maldice a nadie ni por internet. Jamás acepto invitaciones para ser miembro de estos grupos que comparten fotografías, opiniones, entablan supuestas amistades.
No me acostumbro a la idea de desconfiar de todos en general, de nadie en particular. Suelo ahora contestar los correos con prudencia sobre todo si se trata de asuntos personales. Rechazo las cadenas que me prometen bendición o me amenazan con maldición eterna. Recibí hace tiempo un mensaje que enumeraba a las personas que, por haber negado a Dios, habían muerto de un modo horrible (entre ellos John Lennon). Recordé que Pedro renegó tres veces de Jesús y no por eso fue maldecido. Desconfiar es la peor miseria en un mundo donde debería reinar el amor como ley suprema. El fin de nuestra civilización no llegará solamente por el recalentamiento global del planeta sino por el enfriamiento paulatino de los corazones. Cada uno vivirá, como ya sucede en ciertos países, dentro de una burbuja. Me da la piel de gallina la frase de Darwin: “Dado que se producen más individuos de los que pueden sobrevivir, tiene que haber en cada caso una lucha por la existencia de un individuo con otro de su misma especie”. ¿Quién habrá dicho: “Paren el mundo, yo me quiero bajar”? Mafalda de Quino tiene la última palabra: “¿No será que en este mundo hay cada vez más gente y menos personas?”. Dijo también: “Lo urgente no deja tiempo para lo importante”. Quizás explica que amaneció un buen día diciendo: “Hoy entré al mundo por la puerta trasera”.