Oswaldo Guayasamín me dijo una vez: “No pronuncies nunca delante mío la estúpida palabra felicidad”. Fue en La Habana,  donde vivía el pintor,  en una mansión protocolaria con piscina, personal doméstico, Mercedes Benz, chofer negro. Me dijo que las cosas materiales no proporcionan felicidad. A la misma pregunta Kingman contestó: “Me parece que cada ser humano tiene derecho a la felicidad, que es el bien más anhelado”.

En realidad, es suma de burbujas. Logramos atraparla por un tiempo limitado, la vida humana es breve, las penas jamás escasean. La naturaleza ofrece sobrecogedores espectáculos, mas sabemos que se puede romper el sortilegio,  las luces se apagan, los juegos pirotécnicos duran lo de una exclamación, jamás puede ser perfecta la unión de dos seres imperfectos.

Nos dejamos lastimar o lastimamos sin querer. Lo esencial es vivir o desvivirse por alguien, por algo. Nunca podremos encontrar la felicidad dentro de nosotros mismos sino en el alma de otras personas. Somos la felicidad de  aquellos a quienes amamos. Pero a veces por un detalle, una pelea tonta, un malentendido, echamos a pique todo un porvenir de posible dicha. Aniquilamos  una suma de cualidades por fijarnos en un solo defecto.

Más aún criticamos en los demás nuestras propias imperfecciones. Muchas veces pasamos al lado de la felicidad sin saber retenerla,  fluye,  arena en mano. Los compromisos se quiebran como si el amor fuese  capricho.

Los enamorados ven a su pareja como maravillosa hasta que, por una nada, tumban la imagen, hacen trizas los proyectos, sepultan la magia. Vuelve la soledad, zumba la nostalgia. Me obsequiaron un libro en el que se considera a la melancolía como suprema beatitud, lo que dista mucho de ser cierto. La felicidad  es cuando las cosas están en su puesto, el pasado bajo control, la infancia domesticada. La melancolía es añoranza, luego frustración. Hay personas que viven rumiando su tristeza, sus fracasos, en vez de abrir sobre el futuro ojos maravillados. Si nuestra pareja muere de una enfermedad incurable, podemos encontrar la máxima felicidad en atenderla,  amarla más que nunca. Lo viví con intensidad, lo sé. Estoy convencido de que podemos ser felices si pensamos en hacer feliz a alguien, aunque nos cueste la vida.
 A veces la felicidad da una sola oportunidad, mas la dejamos pasar.

Esperamos  algo mejor, nos quedamos con la nada en la mano, vacíos en el alma, congoja en el corazón. Cuando  amamos de verdad,  debemos luchar, pelear, perdonar aunque tengamos todas las de perder. Hay amores que abortan porque los matamos en vez de darles la oportunidad de nacer, desarrollarse, florecer. Abandonamos la cancha antes de empezar seriamente el partido o en la mitad del tiempo, echando  la culpa al otro.

Amar es difícil porque supone una compenetración profunda que necesita dedicación. El amor está en los detalles, atenciones insignificantes que trastornan o que no sabemos apreciar. Mora la ternura  en la preocupación diaria, no en los grandes juramentos que cualquiera puede hacer; se halla en la paciencia que  permite apreciar al ser amado en su plenitud. Por eso afirmo que las mujeres suelen amar mucho más y mucho mejor que los hombres.