Parece que, en lo jurídico y en lo judicial, nuestros noveles legisladores están recibiendo asesoría española como ocurrió con la Constitución y como luce que ha sucedido también con las reformas penales, y no es que, necesariamente, lo que provenga de España en estas materias sea malo sino que se debe tener claro que las ideas foráneas, en cualquier disciplina y más en las sociales, hay que saber ajustarlas a la realidad nacional so pena de incurrir en serios errores.
En España se están tramitando reformas para mejorar el servicio público de Justicia, y entre las propuestas de la denominada “hoja de ruta” del Consejo General del Poder Judicial, consta como uno de los temas principales la reducción de la litigiosidad, es decir la disminución del número de conflictos que deban requerir la intervención de un juez para ser resueltos, con lo que se pretende conseguir mayor agilidad en el funcionamiento de los juzgados –siempre abarrotados de casos– además de ahorrar costos.
Pero no hay que perder de vista una cosa importantísima: que el logro de esos propósitos no puede tener como efectos colaterales la desprotección de los usuarios o la ineficacia (o lo que es más grave, la ausencia) de la justicia, que es precisamente lo que parece que va a ocurrir en nuestro país con dos o tres de las malhadadas reformas que convierten al hurto en delito de acción privada y dejan en la indefensión a la gente más pobre, que no podrá perseguir como delincuentes sino simplemente como contraventores a aquellos individuos que le han sustraído una o varias de sus herramientas de trabajo si es que tienen un valor menor de 654 dólares, que son prácticamente todas las que utiliza un plomero de esquina, un carpintero a destajo o un zapatero barrial.
No está mal, en puridad, el afán de disminuir las penas de las infracciones más leves, especialmente las relacionadas con determinadas conductas personales ofensivas, pero dejar de sancionar adecuadamente la apropiación de lo ajeno –acción vetada por todas las sociedades y religiones– en un medio siempre necesitado como el nuestro, es no solo facilitar la tarea del delincuente sino condenar al ciudadano honrado a sufrir más temor y a tener más escondidas sus pertenencias, aún las de imprescindible uso diario porque –sin duda– al ladrón le importará menos su cortísima detención y castigo, si es que acaso ambos eventos llegan a producirse.
Las comentadas medidas no felices, aprobadas muy a la ligera por el Congresillo y por el Presidente de la República como colegislador, merecen una revisión inmediata como lo propone el propio Fiscal General, especialmente en los montos fijados para los hurtos y robos, y para que los autores reincidentes puedan ser juzgados como delincuentes y no como contraventores, sin que importe el valor de los bienes materia de la infracción.
Como se está haciendo costumbre legislar con improvisación, a la carrera –sin la intervención sesuda y rigurosa de la sociedad– sería de desear que los representantes de la revolución ciudadana discutan (o por lo menos conversen, “socialicen” como dicen ahora), sus proyectos para que no sigan cometiendo yerros que afectan a todos, aún a sus propios mentalizadores. Ojalá que la próxima Asamblea Nacional proceda de esta manera para bien de la nación, con prescindencia de quien tenga la mayoría.
P.S. Aunque faltan nueve días para las elecciones, el Gobierno debería olvidarse de la campaña y preocuparse a fondo por el desempleo que azota ya a 400.000 personas.