La rapidez con la que se transmite un pensamiento de una persona a otra que está lejos siempre ha sido un desafío para la humanidad. Antes la única forma de hacerlo era mediante una carta. Las misivas eran escritas con una paciencia solo superada por la paciencia de aquel que las esperaba. Las cartas recorrían territorios, países, hasta océanos durante meses y a veces años hasta llegar a su destinatario. La mano humana estaba adiestrada para escribir largas comunicaciones con la destreza de su puño.  Había tiempo para escribir y más tiempo aún para esperar. Hoy por hoy escribir a mano es una actividad en extinción. Los dedos se han adaptado al teclado tal como lo hizo la mano a la pluma.  Los dedos ahora acostumbrados a la libertad de teclear cada uno su propia letra, se resisten a volver a enjaularse al movimiento circular de antaño. Sus movimientos encadenados a la pluma se vuelven cada vez más torpes, mientras evolucionan para flotar sobre el teclado, tal como deja de volar un pájaro –en nuestras Islas Encantadas– y aprende a bucear en busca de alimento.

Luego de las cartas llegó el teléfono. Su perfeccionamiento fue logrando una comunicación cada vez más nítida, incluso en llamadas entre continentes. Aun así, muchas de nuestras madres y abuelas tienden, a pesar de la tecnología actual, a gritar cuando hablan en una llamada de larga distancia.
Para ellas –en muchos casos– la costumbre es más fuerte que la realidad. 
La interacción y la inmediatez de comunicación que ofrece el teléfono parecía ser una opción inmejorable, hasta que llegó el chating. Su popularidad en crecimiento desafía la necesidad de una llamada. Su presencia debilita incluso al correo electrónico, el cual se pensaba rey luego de haber estrangulado sin misericordia a la carta enviada mediante el correo postal. El chating puede lograr en su víctima que se olvide incluso de las personas que tiene al frente, por conversar con alguien mediante su teléfono o su computadora. La tecnología no acorta la distancia, solo nos la hace olvidar. No es raro ver en reuniones sociales personas compartiendo sofás pero todas chateando con otras que no están presentes. Parecen muertos vivientes en trance contactando seres del más allá.

Una de las marcas de celulares más exitosas que incluye el servicio de chating se ha expandido en nuestro país tal como se expande un chisme dentro del mismo chating.  Es un círculo vicioso que no parece tener fin. Esta tendencia merma la necesidad de hablar y altera la costumbre de vernos las caras y oírnos la voz. Si bien es cierto que esta tecnología aún no llega a todas las masas, seguramente encontrará su camino para hacerlo, tal como lo hizo el televisor y muchos otros inventos del pasado. El mundo se está silenciando. Nuestra lengua puede mutar si esto continúa, se puede convertir en un dedo más para teclear. A futuro las ambiciones humanas de agilizar al máximo la interacción de pensamientos parecen tener un solo fin. Un amigo muy cercano me dijo el otro día con un rostro que transmitía preocupación: “Este celular con chating es la prehistoria de la telepatía.” Creo que tiene razón.