Al analizarme, hallo mi faceta de bestia, la que me impulsa a meter la pata –los gringos dicen “to butt in” mostrándome matices que diferencian entremeterse y entrometerse–. De pronto tengo in promptus lamentables, digo lo que debería callar, lastimo sin darme cuenta, olvido fechas esenciales, no llego a una cita importante por tener la cabeza repleta de pensamientos, distracciones, divagaciones, locuras. También me sucede creerme gran cosa por aquella vana intelectualidad que hace patinar mi sentido del humor convirtiéndome en un pendejo más con ínfulas de adolescente inmaduro. Es lamentable que un hombre de mi edad maneje su auto a velocidades suicidas, rebasando los 230 km por hora en vez de ser ejemplo de prudencia, madurez, o haga carreras con conductores tan insensatos como él. Puedo llegar a ser irresponsable; en ciertos tramos de mi vida puedo haber sido hasta miserable. Solo soy un ser humano.
Confieso que me abochorna aquella parte irracional o bestial de mi personalidad pero estoy recién descubriendo que todos tenemos la contraparte: aquel ángel animado de hermosas intenciones que libera actitudes nobles o destila cortesía. Sucede cuando dejamos que los peatones terminen de cruzar en vez de arrancar como desaforados al cambiar la luz del semáforo, damos oportunidad al automóvil que busca integrarse a nuestra fila en vez de pegarnos contra el parachoques del carro que nos precede para cerrar el paso a cualquier vehículo. Es hermoso recibir una sonrisa de gratitud. Anoche, en el parqueo de Malecón 2000, vi a un caballero angustiado buscando el recibo extraviado, obligado a retroceder, condenado a ir en busca del dinero que no llevaba para cancelar la multa. Me acerqué, le obsequié los cinco dólares que probablemente le salvaron unas horas de malhumor. No lo conozco, es lo de menos. Sentí que había vencido mi parte de bestia, despertado mi vocación de ángel.
Aquel ángel nos impulsa a decir palabras amables al vendedor que nos espera en el semáforo, al hombre de una sola pierna que se acerca a nuestro coche, al chico que lava parabrisas. Hay palabras más importantes que las mismas monedas. El ángel que llevamos todos es aquel que descubrí una vez al entrevistar a un asaltante de buses cuando en su casa observé el amor con el que cuidaba a sus hijos. Al llegar al hogar dejaba en la calle su disfraz de oscuro maleante, se vestía de luz.
En el amor, la bestia invade, conquista, coloniza en vez de acercarse con ternura, dando énfasis a los ojos, las manos, el sentimiento profundo que sublima el instinto. Dime cómo besas, te diré quién eres. La pasión y la ternura forman buen equipo cuando se complementan, no compiten. El ángel es aquel que nos incita a la dulzura mientras la bestia busca presa para devorarla. Podemos ser vehementes sin lastimar, arrebatados sin herir. La sensualidad es arte, no rapacidad. Los cuerpos vibran al unísono pero las almas suelen acoplarse en una dimensión maravillosa. No hacemos el amor, lo glorificamos. “Amar a alguien es decirle: tú no morirás jamás”.