Con los pocos artículos ya aprobados, y las declaraciones que se han hecho, no hace falta esperar hasta el final para tener una idea medianamente clara de qué tipo de Constitución producirá la Asamblea. No hay duda, para comenzar, que se tratará de una Constitución hecha para la presente coyuntura y, en particular, hecha a la medida del actual Presidente.

Bastaría preguntarse ¿por qué debemos tener una nueva elección presidencial el próximo enero de aprobarse la nueva Constitución? ¿Por qué no tener únicamente elecciones para elegir un nuevo Congreso (la fórmula de la Constituyente colombiana), y dejar que Correa termine el período para el que fue elegido y que luego su partido se presente con nuevos candidatos a la siguiente elección presidencial? ¿O es que su movimiento comienza y termina en él, como sucedía con la vieja partidocracia? ¿Por qué adoptar el procedimiento que impusieron Chávez y Fujimori, dos notables dictadorzuelos, quienes estando en el poder se presentaron a nuevas elecciones presidenciales con el pretexto de que entonces regía una nueva Constitución?

Bueno, la respuesta es simple: porque eso es lo que quiere el Presidente. Su voluntad, que es la voluntad de su movimiento, y, por lo tanto, de la Asamblea, es esa. Entre dos opciones ha escogido aquella que privilegia el caudillismo, no  la democracia.

Cien años con la Constitución de Montecristi sería condenar a tres generaciones a vivir en un país en que el único partido que podría gobernar –sin entrar en un conflicto con la Ley Suprema– tendría que ser uno que comulgue con la ideología del actual gobierno. Un partido político de corte liberal, por ejemplo, que llegue al poder por el voto popular no podría implementar sus propuestas.

Serían cien años de tener un país cerrado a los procesos internacionales que exigen cada vez una mayor inserción en el complejo ajedrez mundial. Serían cien años de no tener una Corte Suprema, como toda nación medianamente civilizada, porque se les ha ocurrido algo increíble que debilitará más aún al sistema judicial: no solamente dejará de llamarse como tal (“Corte Suprema”) sino que su jurisprudencia carecerá de valor, pues, no tendrá la última palabra ya que habrá otra corte encima de ella. Un siglo sin seguridad jurídica, cien años sospechando de la propiedad privada y contratando sin licitación.

Serían diez décadas con un régimen hiperpresidencial, en que el Ejecutivo podrá disolver el Congreso pero su gabinete no nacerá de este último, de centralismo y autoritarismo.

Parafraseando a un ex candidato presidencial, esto de los cien años parece ciertamente “sueño de perros”. Y es una lástima, pues, claro que necesitamos una Constitución para cien años.