En el supuesto de la ausencia del infante, ¿qué sería de los “pases del Niño” sin Él como protagonista? Nada, dicen, impensables. Así mismo las Posadas y los Belenes.
Imaginemos que desaparecen de pronto de nuestras casas, por arte de encantamiento todos los Niños escayola, yeso o porcelana que guardamos con devoción desde nuestros mayores, obras de arte algunos de ellos. Imaginemos que de pronto desaparecen todos ellos.
No hagamos una tragedia por tan poca cosa. Tenemos el remedio a la mano. Es cierto: las cunas quedarían vacías, huérfanos los belenes, se le apagaría a los Reyes la estrella sin remedio, lacia, sin brillo; los pastores de barro quedarían alelados, el río, simulado con un trozo de espejo, desazogado, sin jorobas los camellos, sin colitis apurada Herodes, las esquinas de los barrios frías, sin jorgas de amigos, sin clubes ni pílseners, sin humos ansiosos y jeringuillas buidas. Sí, todo por falta del Niño.
Sufriría el comercio porque, sin Niño, no habría razón aparente para hacernos regalos y darnos besos y chupar generosamente. Los correos electrónicos no sabrían cómo escribir Feliz Navidad sin Niño de por medio. También la liturgia de los templos cristianos quedaría trunca, las colectas, enjutas y desmedradas, desafinados los villancicos, la misa de gallo, sin sentido. Eso. ¿Qué hacer?
Cualquier cosa antes que quedarse sin Navidad. Aunque, cualquier cosa no, y sí echando mano de lo que siempre debió primar en toda Natividad, nacencia o alumbramiento cristiano, es decir, la realidad de una vida nueva, una buena noticia: un algo o alguien que surge desde la nada, desde la desazón, el llanto, el quebranto, las lágrimas, la no vida. Por eso, yo invito a dejar de lado el Niño de yeso y escayola, símbolo bellísimo de una realidad salvífica, y me propongo poner en mi “nacimiento” un niño de carne y hueso, desnutrido, canijo, con la boca estrangulada por una sarta de bostezos, enfermo del sida, huérfano, hijo de emigrantes, desgajado de su familia, botado a la calle como monda de banano, pisoteado, analfabeto, o si no, que también, otro riente, esperanzado, con juguetes de última generación, ropa de marca, feliz, sin un pujo mínimo de bostezo alguno en su boquita chica de carne y hueso. Y es que Jesús, el Verbo, la Palabra se hizo guambra, carne, historia, para consagrar el presente, la cotidianidad. Los sucedáneos solo sirven en cuanto contribuyen a descubrir la realidad, es decir, la del niño botado en la calle, hambriento, enfermo, abandonado, o feliz y encariñado por la vida.
Este es el niño que debiéramos besar y hacer “pasar” ante nuestros ojos, darle vida, y alumbrarlo, ser buena noticia. Claro, sin dejar de lado al Niño, que es símbolo empequeñecido de una tradición bella en la que entronca nuestra cultura plurisecular. Hagamos el esfuerzo de suplir el Niño de barro, yeso, de cerámica, o poner a su lado, el de carne y hueso, niños reales, presentes, trozos de historia, realidad jocunda o agria. El Hijo del Padre, que se hizo Niño para consagrar la historia, ha de sentirse muy feliz si lo cambiamos por otros niños vivos, sobre todo con quienes arrastran empobrecidos sus signos vitales sin esperanza.
Atrever a hacer la experiencia de una Navidad sin Niño.