Por eso la violencia, las guerras, las muertes y el sufrimiento provocado, son aún más chocantes en este tiempo. Porque contrastan ásperamente con la aspiración fundamental de gozo y paz.
En el Barrio de Paz, sueño más que realidad todavía, los pandilleros animan posadas navideñas. Se ven radiantes, gozan como niños, acompañándose con tambores, panderetas y disfraces en una procesión que recuerda una murga. Telas toscamente cortadas sirven de turbantes, capas y ponchos de reyes y pastores. La Virgen María con una tela blanca sobre el pantalón y el San José recatado, con un manto que cae desde la cabeza, caminan por las calles al ritmo de villancicos que salen intermitentemente de una grabadora. Desde todas las ventanas los vecinos observan este extraño caminar y algunos aplauden.
Al mismo tiempo llegan noticias de enfrentamientos entre grupos juveniles en diversas zonas de la ciudad. Los enfrentamientos no surgen porque hay grupos opuestos, son fruto de los propios conflictos internos de los jóvenes que los componen. Es más fácil luchar contra otros que bucear en su interior y descubrir las profundas frustraciones y encontrar el sentido profundo de la vida. Los adultos hemos construido una sociedad que necesita de las guerras para sobrevivir, para dar unidad, para creernos valientes, para no descender en nosotros y vivir nuestra hermandad fundamental. Más de 5.000 guerras en 2.000 años muestran de lo que somos capaces. Los jóvenes siguen nuestro modelo y pelean, hieren y matan en nombre de la pertenencia a un grupo, de obediencia a reglas por ellos inventadas, de escuchar a la mayoría, de vengar la sangre derramada. La locura en su grado extremo porque está en manos de quienes amanecen a la vida.
Cómo alimentar y mantener en esas condiciones la alegría y la esperanza.
Cristo extendió las manos en acciones, en hechos que expresaban el amor que Él era y en el que se había transformado. Su corazón abarcaba el mundo a partir de amores concretos, de personas concretas, muchas de ellas de dudosa reputación, en un país muy pequeño, invadido y ocupado por una enorme potencia que no tenía nada que temer de un pequeño lugar habitado por personas que decían adorar a un Dios que se identificaba con su Nación.
La horizontalidad del hacer en el tiempo con la profundidad del amor que como un remolino atrae todo a sí y aspira y transforma llevó a la cruz, a quien así amaba. Expresión de trascendencia, de éxtasis supremo en la totalidad de la entrega. Horizontalidad y verticalidad. Sin la cruz no festejaríamos la Navidad, pues el niño hubiera sido uno más entre otros nacimientos. A la luz de su muerte recuperamos su identidad, pues la muerte mostró el sentido de su vida. La fuerza revolucionaria del amor es absoluta y siempre vence a la muerte, al odio, a los resentimientos. Y se transforma en alegría profunda que es éxtasis que puede contener en sí los sufrimientos pero no les deja tener la última palabra. Los padece, no los niega, los transforma en una sutil armonía, donde la mente, el corazón y el cuerpo conectan con el palpitar profundo de la vida y reconoce que Dios Es. Ante Él se rinde, adora y calla.