El día después de que Al Gore compartió el Premio Nobel de la Paz, los editores de The Wall Street Journal no podían siquiera mencionar su nombre. En cambio, dedicaron su editorial a una larga lista de personas que ellos pensaban merecían más el premio. Y en el National Review Online, Iain Murray sugirió que el premio debió haberse compartido con “ese bien conocido promotor de la paz Usama Ben Laden, que implícitamente apoyó la posición de Gore”. Es que Ben Laden alguna vez dijo algo sobre el cambio climático, por lo tanto, cualquiera que hable del cambio climático es un amigo de los terroristas.
¿Qué tiene Gore que enloquece a la derecha?
En parte, es una reacción a lo que sucedió en el 2000, cuando el pueblo estadounidense escogió a Gore, pero de alguna forma su oponente terminó en la Casa Blanca. Tanto el culto a la personalidad que la derecha trató de construir en torno al presidente Bush como la denigración con frecuencia histérica de Gore, fueron, yo creo, motivados en gran medida por el deseo de expurgar la mancha de ilegitimidad del gobierno de Bush.
Y ahora que Bush ha demostrado en forma inequívoca que era el hombre equivocado para el trabajo de actuar como el mejor Presidente que hubiera podido esperar Al-Qaeda, los síntomas del trastorno mental que provoca Gore se han vuelto aún más extremos.
Lo peor sobre Gore, desde el punto de vista conservador, es que sigue estando en lo cierto. En 1992, George H. W. Bush se burló de él diciéndole El hombre ozono, pero tres años después, los científicos que descubrieron la amenaza de la capa de ozono ganaron el Premio Nobel de Química. En el 2002, Gore advirtió que si invadíamos Iraq, “el caos resultante podría representar fácilmente un peligro mucho mayor para Estados Unidos que el que enfrentamos actualmente con Saddam”. Y así quedó demostrado.
Sin embargo, el odio a Gore es más que personal. Cuando National Review decidió llamar su bitácora antiambientalista ‘Planeta Gore’, trataba de desacreditar tanto el mensaje como el mensajero. Ello se debe a que la verdad que ha estado divulgando el ex vicepresidente sobre cómo las actividades humanas están cambiando el clima, no es solo inconveniente para los conservadores, además es profundamente amenazante.
Considérense las implicaciones políticas de tomar en serio el cambio climático.
“Siempre hemos sabido que el interés propio cuando se conduce de modo irresponsable es una mala moral –dijo Franklin Delano Roosevelt–, ahora sabemos que además es una mala economía”. Estas palabras se aplican perfectamente al cambio climático. El interés de la mayoría de las personas (y en especial de sus descendientes) es que alguien haga algo para reducir las emisiones del bióxido de carbono y otros gases invernadero, pero a cada individuo le gustaría que ese “alguien” sea otro. Hay que dejárselo al libre mercado, y en unas cuantas generaciones Florida estará bajo el agua.
La solución a tales conflictos entre el interés propio y el bien común es proporcionar a las personas un incentivo para hacer lo correcto. En este caso se le tiene que dar una razón a la gente para reducir las emisiones de gases invernadero, sea imponiendo un impuesto a las emisiones, o sea promoviendo la compra de permisos de emisiones, que tienen prácticamente el mismo efecto que el impuesto. Sabemos que dichas políticas funcionan: el sistema del “mercado de derechos de emisiones” de permisos para bióxido de sulfuro ha tenido muchísimo éxito en la reducción de la lluvia ácida.
No obstante, es más difícil lidiar con el cambio climático que con la lluvia ácida porque las causas son mundiales. El ácido sulfúrico en los lagos estadounidenses proviene principalmente de la quema de carbón en las plantas de electricidad, pero el bióxido de carbono en el aire de Estados Unidos viene del carbón y el petróleo que se queman en todo el planeta; y una tonelada de carbón quemado en China tiene el mismo efecto en el clima futuro que una quemada aquí. Así que tratar el cambio climático no solo requiere de impuestos nuevos o su equivalente, también necesita negociaciones internacionales en las cuales nuestro país tendrá que ceder para conseguir.
Todo lo que acabo de decir debería ser incuestionable, pero imagínense la recepción que un candidato republicano para la presidencia tendría si reconociera estas verdades en el próximo debate. Hoy en día, ser un buen republicano significa creer que siempre se deberán reducir los impuestos, nunca aumentarlos. También significa creer que deberíamos bombardear e intimidar extranjeros, no negociar con ellos.
Así que si la ciencia dice que tenemos un gran problema que no se puede solucionar reduciendo impuestos o lanzando bombas, bueno, entonces se debe rechazar la ciencia y enlodar a los científicos. Por ejemplo, hace poco el Investor’s Business Daily declaró que la prominencia de James Hansen, el investigador de la NASA que hizo del cambio climático por primera vez un tema nacional hace dos décadas, se debe en realidad a planes nefastos de ¿quién más?, George Soros.
Lo que nos lleva a la mayor razón por la cual la derecha odia a Gore: en su caso ha fallado la campaña de calumnias. Ha aguantado todo lo que pudieron lanzarle y ha surgido más respetado, con mayor credibilidad que nunca. Y eso los enloquece.
© The New York Times News Service.