Alguien podría aducir otras razones, empezando por  la voluntad personal del invitado. Sea cual fuere, los guayaquileños nos hemos visto privados de la oportunidad de conocer en directo al escritor, de escucharlo en una de sus famosas conferencias. Admito que hay bastante de idolización (el término no existe, lo sé) en esta tendencia a conocer a la persona que existe y late detrás de nuestros libros favoritos o libros por leer, pero moldeados por la cultura del espectáculo, la literatura ha pasado a ser parte del show de la vida. Antes, cuando el mundo era más reducido y los interesados se movían en círculos alcanzables,  algunos favorecidos podían moverse en los salones literarios y los artistas les significaban seres de carne y hueso. Ahora son imágenes, datos de farándula o de chismografía, a más de autores de obras que nos interesan.

En el caso de Vargas Llosa estamos frente a un escritor que difícilmente un asiduo a la lectura, desconoce. No se trata solamente de uno de los representantes del boom, todavía vivo; del escritor que ha ganado todos los premios posibles (solo le falta el Nobel), de un autor cuya obra ha dado la vuelta al mundo y ha tocado todos los temas imaginables. Se trata también de una conciencia política que le toma el pulso a la democracia en cada oportunidad y que, posicionado en la derecha y el neoliberalismo, se pronuncia con criterios urticantes para  la realidad latinoamericana.

Lo cierto es que ya sea para los amantes de la literatura o para los que transitan por los embrollados caminos de la administración pública, escuchar  a Vargas Llosa representaba una oportunidad importante, un deslumbramiento feliz, un encuentro con su fetiche personal. Y se nos privó de ello sin ninguna explicación (lo digo en jueves 21, día en que escribo esta columna). ¿Derechos del anfitrión? Yo escribo este reclamo desde mi derecho a opinar.

Ya estamos muy lejos de los tiempos en que se dividía al Ecuador entre los cultos (Vargas Llosa fue llevado a la Atenas del Ecuador) y los superficiales, entre los intelectuales del altiplano y los comerciantes del puerto. Cada comunidad tiene una vida cultural activa, con escritores que publican a menudo, con esfuerzos editoriales visibles, con gente que compra libros a pesar de la notable estrechez económica de la clase media (de donde emerge la mayoría de los interesados en la literatura), en nuestros días. Y lo digo consciente de que falta mucho por hacer en materia de cultura.

Estoy segura de que la asistencia a la presentación de Mario Vargas Llosa en Guayaquil, habría sido masiva, de que los lectores de los pareceres más disímiles entre sí, lo habrían ido a escuchar. Y es que de eso se trata en el convivir civilizado: la diferencia necesita territorio para expresarse y respeto para ingresar a la arena de la discusión.