Me consideraba “de inteligencia superior” hasta que mi nieta de Estados Unidos me dijo al despedirme “I’m not going to cry anymore because I know I can’t bring you back with my tears” (No lloraré más porque sé que no puedo hacerte volver con mis lágrimas). Sentí que una niña de 9 años, en un idioma que maneja mejor que yo, conocía todo lo que se anida en el corazón humano.
Me calificaba como “un libre pensador” hasta que la chica con ojos café oscuro me dijo que jamás había preguntado a Dios por qué se hallaba en una silla de ruedas. Me quedé callado: es lo que suelo hacer cuando me siento tonto. La fe de una sencilla criatura es más valiosa que mis elucubraciones de intelectual.
Vi a un hombre sin piernas ni brazos que plasmaba colores poniendo el pincel en su boca. Solo pintaba flores. Yo, dotado de manos, dibujo como niño de 5 años. Imaginaba ser importante hasta que una Suzanita de 7 años, en el parque Calderón, de Cuenca, me ayudó a comprender que solo son importantes los seres que nos importan. Pidió mi autógrafo pero al final me llevé el suyo; lo tengo enmarcado en mi dormitorio para recordar que solo son esenciales los seres que nos traen amor o se lo llevan de recuerdo.
Mi amiga de Las Monjas y C. J. Arosemena va y viene con su silla de ruedas mientras pasan los conductores. ¿Cuántos kilómetros habrá recorrido durante tantos años? Conozco su casa, su esposo también discapacitado. Aquella esquina, antes, no significaba nada para mí. Las cosas tienen el precio de lo que damos por ellas. Sor Irene me escribe continuamente desde su claustro. Sabe más del cielo que yo de la tierra.
Una niña autista de inmensos ojos verdes no me prestaba ninguna atención. Comprendí que la mirada de ella sería un premio. Auné esfuerzos frente al muro de indiferencia. Cuando abandonaba la lucha, ella mandó en close up su mirada de mar, me preguntó con dulzura: “Bernard, ¿cuándo vamos a cantar?”. Sucedió hace años: aún saboreo esos segundos de felicidad.
En Solca, un niño me fijó con su único ojo negro. Le habían extraído el otro para detener el cáncer. Esta mirada sin sonrisa, insistente, eterna, me persigue todavía. Se me quedó atragantado mi potencial de ternura.
No supe cómo enfrentar el tranquilo reproche de aquel ojo azabache. Lo peor, frente al dolor, es la impotencia. Es necesario sufrir. Quien vive sin problemas, duelos, desgarres sentimentales, no conoce los rudimentos de la ternura. A veces me siento como un analfabeto del amor. Quien no ama, no existe.