Dos días después de haber recibido el Premio Nacional Eugenio Espejo, Diego Luzuriaga había olvidado ya el destello del reconocimiento y estaba concentrado en lo que debía ser el estreno de la segunda temporada de Manuela y Bolívar, su primera ópera.

Diego Luzuriaga, compositor y músico. Un ecuatoriano mundializado, quien desde 1983 salió del país con una beca a Francia y que a partir de esa fecha ha vivido en Nueva York, Roma, Brasilia, Londres, y ahora en Filadelfia, ciudad que identifica como de “calles anchas, árboles, poca gente, algunos carros y poca comunicación”, un lugar que considera “poco apropiado para crear” bajo los términos del “fulgor renacentista” como declaró hace años en una entrevista.

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¿Entonces? La historia comienza en el pequeño aeropuerto de Quito a mediados de los años ochenta. Diego espera impaciente que descienda del avión su hermano Camilo (sí, el cineasta) quien ha viajado a Estados Unidos de intercambio. Al verlo bajar de la escalerilla del avión no lo reconoce: aparece un “hippie” de pelo largo y vestir descuidado y con un cargamento de discos de moda bajo el brazo.

Luzuriaga señala ese momento como el descubrimiento de todo lo que podía provocar la música. Más tarde, en 1978, en el comienzo de ese poderoso movimiento de los años ochenta, que se llamó la “música urbana” formó Taller de Música junto a Ataúlfo Tobar y Juan Mullo.

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Taller de Música fue una experiencia formidable y propia de la época, asegura. Lo que hacía el grupo era explorar en el folclore tanto andino como negro del Ecuador. “Éramos personas muy pretenciosas, porque lo que queríamos era rescatar el folclore de nuestro país. Y yo creo que pasó lo contrario, fue el folclore el que nos rescató a nosotros”.

Luzuriaga estudiaba arquitectura en la Universidad Central cuando fundó Taller de Música. Sin embargo, el momento decisivo llegó en 1980 cuando comenzó a trabajar en un proyecto de investigación etnomusicológica auspiciada por la Unesco. “El proyecto lo dirigía un francés y tenía un objetivo desbordado: crear un sistema de notación para las músicas no occidentales. Por supuesto, eso nunca se concretó”, comenta.

Como consecuencia del trabajo, en 1983 llegó la oportunidad de la beca en Francia. Diego, entonces, comenzaría la compleja relación “cerca y lejos” con el país. Si bien nunca más volvió a establecerse en estas tierras, siempre ha estado “yendo y volviendo”, como él mismo dice.

Su paso por la Escuela Normal Superior de Música de París donde obtuvo un diploma superior fue muy importante. Pero lo fundamental fue vivir el ambiente de la ciudad. Sentarse en un café, fumar un Gitane y leer las últimas novedades literarias. Conocer a grandes músicos contemporáneos, establecer una relación de discípulo-maestro, que ahora es amistad, con Mesías Maish-guashca, aquel compositor ecuatoriano que desde hace décadas se estableció en Alemania y el mundo como uno de los grandes de la música contemporánea.

Luego de París vino Nueva York. Allí Luzuriaga consiguió su maestría en Música en la Manhattan School of Music en Nueva York, y el doctorado en Artes Musicales (DMA) en la Universidad de Columbia. Fue durante su estadía en Nueva York cuando Luzuriaga conoció a su esposa, con quien ha tenido tres hijos.

En este lapso, también se definió el estilo de Luzuriaga al componer, donde la presencia de lo ecuatoriano es muy fuerte todavía en esquemas totalmente alejados de lo andino como en Liturgia, una obra para shinobue (flauta piccolo japonesa) y orquesta, encargada por la Orquesta Filarmónica de Tokio en el 2000, para celebrar el cambio de milenio.

Pero, también, es muy notorio en el Concierto para flauta que compuso para la Orquesta Sinfónica de El Salvador y que además fue interpretado por la Orquesta Sinfónica de Brasilia, Riverside Symphony de Nueva York, y Orquesta del Festival de Banff, Canadá. En Incienso o Felipillo. O en Un nacimiento, Quito mítico, Resurrección de Quito, Romería a la Virgen del Cisne o Shamán. Y en la música de cámara: Ritmos y lugares del Ecuador, Yaraví y yumbo y Alturas.

Así llegamos a Filadelfia, donde Diego tiene un sótano donde se mete a componer cada vez que la familia lo permite. Porque él se define como un hombre de familia, alguien para quien la prioridad es compartir, atender y criar a los hijos. “Como todo padre veo en ellos, virtudes enormes y un gran sentido artístico. Quisiera decir que son niños genios, pero no es así. Aún es prematuro para saber a qué van a dedicar sus vidas”, afirma el compositor.

Eso es lo de menos. Allí está Filadelfia donde Luzuriaga encuentra el Ecuador en su interior y lo plasma en las partituras cada vez que se presenta el caso. Pero en otra dimensión, juega en el verde jardín con los tres pequeños. Finalmente, la vida es solo un viaje de retorno a casa.