Dicen los antropólogos que el ser humano lleva 150.000 años de existencia sobre el planeta pero que solo hace 8.000 años, aproximadamente, aprendimos a leer y escribir y a cultivar la tierra. Así que fuimos, la mayor parte de nuestra precaria existencia, lo que hoy llamamos “salvajes”. Las mujeres se quedaban en el hogar –la cueva o la arboleda sombreada–, sobreviviendo con los más frágiles, mientras los hombres salían a cazar y recolectar lo que estuviese al alcance para sobrevivir.

¿Se han borrado de nuestra memoria colectiva esos largos milenios de vida primitiva? Los especialistas dicen que no, que la sombra de nuestros tatarabuelos de alguna manera se proyecta sobre nosotros.

Consideremos a las mujeres. Algunos piensan que su rol era envidiable. ¿Acaso no les tocaba a los hombres la parte más dura de la faena, enfrentándose a mamuts, tigres y bisontes, lo que explicaría que los varones aun hoy somos más fuertes y altos en promedio? Pero analicemos la otra cara de la medalla: a ellas les tocaba lidiar con los niños, los ancianos, los enfermos, los cobardes y los lisiados. Los cazadores-recolectores comían sobre el terreno, y si no alcanzaba para los demás, posiblemente su búsqueda continuaba hasta caer el sol, con lo que se evitaban la tragedia de compartir con un grupo de hambrientos y desesperados. Para lidiar con ese drama les tocó a ellas fortalecer el músculo más fuerte, el del alma, y todavía hoy están más dispuestas que nosotros a sobrellevar el dolor ajeno, las angustias del enfermo y el llanto del niño que se estremece en fiebre.

Consideremos también nuestras actitudes sociales: ¿egoístas o generosos?, ¿individualistas o solidarios? ¿Cómo somos en realidad? Alguien que leyó mal a Adam Smith sacó la conclusión de que somos genéticamente egoístas y que cada cual busca solo lo que le conviene.
Gracias a Dios –agregan– existe una “mano invisible” que convierte ese individualismo en bien común. ¡Pamplinas! Nadie ha demostrado que la mano invisible exista: los más recientes descubrimientos matemáticos lo niegan, la historia nos enseña lo contrario y la amenaza terrible del calentamiento global lo ha desmentido de modo abrumador. Por otra parte, el chico que se mete entre las llamas para salvar a un desconocido, o el soldado que arriesga su vida para liberar a los suyos de una agresión externa, ¿esperan quizás que una “mano invisible” los proteja? Si algo comprendimos en 150.000 años de “salvajismo” es que, por encima de nuestros egoísmos más elementales, perdura en nosotros y sobrevive el lazo envolvente de la solidaridad. En la oscuridad de la cueva o de la enramada, los seres humanos aprendimos, a regañadientes, a ser generosos, a compartir, a darnos una mano no “invisible” los unos a los otros. Y ese es un legado que aún perdura.

Lo que está ocurriendo en América Latina es una reacción natural, instintiva, casi “salvaje”, al egoísmo abrumador de dos décadas de liberalismo económico extremo. De modo inconsciente quizás, los pueblos de la región nos están pidiendo a gritos que recordemos esa mano generosa. Lamentablemente, nada nos garantiza que los Chávez, los Morales y los Lulas entiendan de verdad lo que les pide el pueblo, y bien podría ocurrir que simplemente traicionen su clamor. Allí están Abdalá Bucaram y Lucio Gutiérrez para demostrarlo.

¿De qué lado se ubicará Rafael Correa? Habrá que seguirle la pista desde el primer día para saberlo.