Los místicos buscaban llegar a una etapa de contemplación, como estado superior del alma. Los mortales más comunes, embarcados en una nave de emociones indescriptibles, hemos descubierto que navegar por las aguas procelosas de las novelas nos conduce a una vida contemplativa. El adjetivo se las trae. No quiero denotar pasividad, inacción, retiro voluntario de los azares de la existencia.
Llamo vida contemplativa a aquella que es capaz de encapsularse, momentáneamente, dentro de historias ajenas. Provistos de imaginación suficiente para, siguiendo el ritmo de una narratividad propuesta, los lectores ingresan a mundos que se saben ficticios, pero que al momento de la lectura se sienten reales, vívidos, intensos.
¿Qué quiteño puede sentir que ha agotado su ciudad si no la ha recorrido también dentro de las páginas de Sueño de Lobos (Abdón Ubidia), de El viajero de Praga (Javier Vásconez) El palacio del diablo (Modesto Ponce)? ¿O acaso Guayaquil está bien diseñada en la memoria si desconocemos El rincón de los justos y Río de sombras (Velasco Mackenzie)? Todas son novelas que completan nuestra comprensión de esas arañas, queridas pero devoradoras, que son nuestras ciudades. Porque lo importante, luego de la estancia emocional en esas urbes de palabras, es emerger de ellas mejor armados para entenderlas y construirlas, para criticarlas y desafiarlas.
Cuando estalla la cápsula del retraimiento enriquecedor, el lector de novelas se siente más próximo a la gente, más dispuesto a comprender su complejidad, los prejuicios le enturbian la mirada un poco menos. Porque el contorno reducido nos hurta de esos gigantes de humanidad que son los buenos personajes.
Con esta experiencia de inveterada lectora de novelas –en realidad, de todo cuanto se vuelque en lengua impresa– saludo con alegría el anuncio que nos hiciera Javier Vásconez, en su función de editor cuando, cerrando la colección de Clásicos Guayaquileños, editada por el Municipio de la ciudad, nos ofreciera su próximo esfuerzo: la publicación de veintiséis novelas de autores ecuatorianos vivos. Esta hazaña confirma que la Municipalidad de Guayaquil se ha convertido en la mayor impulsora del libro de este país.
El acto al que me refiero tuvo sus bemoles: en el lado positivo regaló un ejemplar del hermoso tomo de las Obras Selectas de Enrique Gil Gilbert a cada uno de los cerca de doscientos asistentes, atendió con copa de vino al mejor estilo; en el negativo, nos hizo esperar 45 minutos, no tenía las sillas preparadas y cuando se colocaron unas cuantas brotó el lado anárquico de algunas personas que se lanzaron a arrebatárselas entre discusiones y el sistema de sonidos fue tan malo, que solamente pudimos escuchar la férrea voz de Melvin Hoyos, las palabras de todos los otros participantes se perdieron en el viento.
Gajes del arte de organizar actos públicos. Me consuelo en la espera de esas veintiséis novelas ofrecidas.