Los grandes bloques están terminando con las viejas nacionalidades enfrascadas en los límites de un Estado que pocas veces coincide con una nación. Esta realidad de nuestra época, sumada al fin de la Guerra Fría, provoca una exacerbación de las verdaderas nacionalidades: las del terruño, del dialecto, del folclore, la empanada y el traje regional.

El conflicto de Medio Oriente entre el ejército israelí y Hezbolá es la primera guerra de la nueva Edad Media. Lo había predicho Nicholas Berdiaev en 1924 cuando llamó Nueva Edad Media a la “caída del principio legítimo del poder, del principio jurídico de las monarquías y de las democracias y su reemplazo por el principio de la fuerza, de la energía vital, de las asociaciones y de los grupos sociales espontáneos”. Se apropió de la idea Alain Minc en 1993 cuando publicó Le Nouveau Moyen Âge: un ensayo genial sobre los nuevos poderes en el mundo fragmentado del tercer milenio: inmensas fronteras y pequeñas autonomías, como en la primera Edad Media, cuando las ciudades cambiaban de imperio como de camiseta, los vasallos mandaban más que sus propios reyes y los poderes ni se sabía dónde estaban.

La nueva conflagración del Medio Oriente no es una guerra civil, de un bando contra otro en busca del poder en un país soberano. Ni es una revolución de insurgentes contra el poder constituido. Tampoco es una guerra entre potencias por el dominio de un territorio usurpado o pretendido. Son las fuerzas armadas de Israel que parecen no responder a sus propios mandos políticos (sí que lo hacen) contra un partido político de un país vecino, ni más ni menos. Como si en Tumbes y Machala se librara una batalla entre una empresa bananera y la policía peruana, mientras los gobiernos del Perú y del Ecuador miran azorados cómo se bombardean con cohetes katiuska y misiles teledirigidos a las ventanas de las comisarías y las cocinas de los bananeros. Tan es así, que a la conferencia de paz convocada por las Naciones Unidas en Roma –fracasada de antemano por estos mismos motivos– no asistieron las partes en conflicto: ni el Estado de Israel ni Hezbolá. Es que hoy tienen más poder para la paz o la guerra Microsoft, General Motors, Mitsubishi, la FIFA, el New York Times, Siemens o Repsol que la mayoría de los estados del mundo. Es más probable que haya un conflicto armado entre Greenpeace y la Shell que entre Corea del Norte y la del Sur. Vale más la marca Coca Cola que todo lo que puede producir la Argentina en un año. Tiene más ejército Wackenhut que Costa Rica. Mandan más los banqueros y los sindicalistas que los presidentes. Los gobiernos esquilman a los ciudadanos para devolverles, como si fueran sus siervos, salud, alimentos, educación, fiestas y descanso. Y todo esto sin hablar de Al Qaeda, los narcotraficantes, las mafias...

Los grandes bloques están terminando con las viejas nacionalidades enfrascadas en los límites de un Estado que pocas veces coincide con una nación. Esta realidad de nuestra época, sumada al fin de la Guerra Fría, provoca una exacerbación de las verdaderas nacionalidades: las del terruño, del dialecto, del folclore, la empanada y el traje regional. Peligrosísimo, porque atrás vendrá –junto a la necesidad de bailar la sardana y comer butifarra– el sueño de conservar la raza encima de las raíces. Entonces se persigue a los inmigrantes más por ser de otra nacionalidad, religión o raza que por ser ladrones de puestos de trabajo. O se los condena a ser ciudadanos de segunda en un país en el que los de primera son los puros, los que hablan el dialecto o los que comen picante. O van a ser carne de cañón de los ejércitos, que siempre ha sido –también hoy– la vía más rápida y la más peligrosa, para conseguir cualquier ciudadanía.

En Europa y en Medio Oriente –el verdadero escenario de la primera Edad Media, la de los señores feudales, de las cruzadas, los castillos y las catedrales– ocurre hoy lo contrario que en Hispanoamérica. Nosotros, los del sur del río Bravo, somos una nación dividida en unos cuantos países. Se parece más un mexicano a un uruguayo que un vasco a un castellano, más semejantes son cariocas y manabitas que valones y flamencos de la misma ciudad de Bélgica. Pero no nos pasa tan lejos la nueva Edad Media. Deberíamos cuidarnos de que se respeten las constituciones de nuestras repúblicas que dan y quitan poder según un sistema legal y no según lo que un inteligente periodista argentino llamó la “turbocracia”: el gobierno de las turbas, manejadas por sujetos más o menos mesiánicos, que se han acostumbrado en nuestra región a jugar con el poder como un factor tan determinante como hace años fueron los militares golpistas sudamericanos.

*Periodista argentino