No sabemos siempre por qué escogemos a alguien, menos aún por qué alguien nos escoge a nosotros. Nacemos indefensos, nos cuesta un año levantarnos del suelo titubeando, bamboleándonos. Damos los primeros pasos, caminamos hasta que aparezca a nuestro lado un ser especial capaz de domesticarnos.
El amor, cuando lo descubrimos, es vértigo, agujero en un alma que pide ser llenada, torbellino que quita el sueño una noche cualquiera, convirtiendo nuestra cama en lecho de espinas, nuestro apacible sueño en inquieto insomnio. A partir de ahí vivimos pendientes del teléfono, supeditados a una voz, una sonrisa, un mensaje, lo que sea. No se me ocurriría tomar a la ligera amores adolescentes; llegan a ser dolorosos, pueden llevar a decisiones dramáticas: chiquillas ingiriendo diablillos, trenzando una lúgubre cuerda, dando las espaldas al sol, volviéndose hurañas, insociables, susceptibles, maldiciendo la razón, la lógica, el mundo de los adultos.
Nadie sabe lo que ocurre detrás de la puerta que cierra con violencia una quinceañera. La habitación se vuelve refugio, guarida, madriguera, jaula. Existe la tentación de usar estupefacientes para escapar, olvidar reproches, críticas, recomendaciones maniáticas: “¡No hagas eso! ¡No sirves para nada! ¡Eres malagradecida!”, cantaletas del mismo tipo. Nadie pregunta lo que sucede más allá, en los laberintos del loco corazón. El cuarto se vuelve bastión, tierra de nadie; el alma se rodea con alambres de púas. Nadie sabe lo que pesa una lágrima. Casualmente hablamos de pesadumbre, pesares, para referirnos a las aflicciones. Son aquellas cosas que echan su carga en el corazón inexperto.
A los quince años soñamos con un amor incondicional, el que lo da todo, se entrega, se embriaga, se desboca, intenta abrirse camino entre dudas, dolores, esperanzas, inquietudes. Al decir “te amo”, más allá del verbo y del pronombre ponemos nuestro sello como quien cierra con cera roja un sobre rebosante de secretos inconfesables.
Con los años nos enteramos de que el amor no es tan solo emoción sino fuerza capaz de derribar obstáculos, construir torres, sueños, romper diques, infringir leyes, códigos, desafiar a los dioses, vencer la lógica, desquiciar la razón, empollar pecados. El amor, siendo energía, necesita ser canalizado. Si pierde los estribos, se derrama en incontenibles anegaciones, lastimosas hemorragias. El crimen pasional sucede cuando se encabrita el capricho, se nubla la conciencia, se desata el instinto. Se mata también por amor a Dios, amor desquiciado, cólera que equivocó su rumbo en Iraq o en Nueva York.
El amor no es abuso, no sabe lastimar ni tampoco perjudicar. No se limita a una o pocas personas, se extiende al universo entero, a todo lo que vive, respira: plantas, flores, animales, objetos inanimados que de pronto nos conmueven. El amor es actitud frente al breve espacio que nos dieron para adquirir conciencia entre el nacer y el morir.
Cuando se marcha para siempre el ser que amamos, el dolor arranca en cámara lenta un esparadrapo que llevamos fuertemente pegado en el corazón. La herida se despedaza lentamente volviéndose incurable. Sin amor somos solamente primates dotados de un lenguaje articulado, postura erguida y manos prensiles.