Es posible extraer de las diversas informaciones que recibimos a diario, que la Semana Santa se viste en el mundo con diversos ropajes de solemnidad; leía en las páginas de EL UNIVERSO, hace tres días, detalles sobre qué significaba y cómo se celebraba la Semana Santa entre quienes se pertenecen a las iglesias cristianas no católicas y también entre los Testigos de Jehová. Un gran misterio se conmemora en estos días, misterio que llama a la reflexión a más de un millar de millones de creyentes.

Cómo resumir este misterio. Es una grandiosa metamorfosis de la vida a la muerte y de esta nuevamente a la vida; sin la vida de Jesús no se entiende su muerte y sin su muerte nadie espera la resurrección. El domingo de Ramos, el padre Paulino, en ‘la Redonda’, nos habló de lo imposible que resulta entender los misterios. No puedo tragarme un río para calmar la sed, decía, pero sí puedo tomar muchos sorbos para aquietar mi desesperación. Imposible entender todo lo que subyace al misterio, pero bienvenidas todas las reflexiones que tratan de comprender lo ininteligible.

El término pasión, para nuestros adolescentes, debe ser entendido en el único sentido de la liturgia: como sufrimiento, como dolor, como expiación, como inmolación, como rescate por nuestros pecados, como el camino hacia la redención; no se trata entonces de impulsos, de fuerzas desbordadas que perturban o inquietan; la pasión es el camino al Calvario, y Calvario es sinónimo de muerte, soledad y abandono.

Nuestra vida cotidiana está llena de episodios de sangre, dolor y muerte; de jornadas pletóricas de dolor, angustia, incertidumbre, sufrimiento y sacrificios, mientras los llamados a poner orden y entregar soluciones se lavan las manos entre risotadas y sortean la suerte de los ecuatorianos en jornadas turbias donde se mata la esperanza y se sacrifica el optimismo; cómo no maldecir a quienes cortan la vida de jóvenes, adultos y ancianos, a sangre fría, sin inmutarse, matando la ilusión de vivir, de compartir el amor con quienes nos dieron calor y abrigo; cuando esas vidas se truncan comienza el vía crucis familiar que invita a gritar: “Señor, ¿por qué nos has abandonado?”; qué decir de un país inmovilizado por leyes mañosamente aprobadas en contubernio de los poderes políticos para defender canonjías e imposibilitar todo intento de cambio; qué decir de un Poder Ejecutivo que nada puede hacer frente a la inmensa telaraña de poder que al iniciar gestiones transformadoras termina siendo engullido, bien sea para hacer lo que dicten sus protectores o para ser sustituido por alguien más dócil y colaborador. Este es nuestro diario vía crucis criollo.

El ochenta por ciento de nuestra población, la gente pobre, parte de nuestros indios y grupos étnicos, los de clase media, los empleados y los subempleados, no viven Semana Santa solo una vez cada año; ellos, creyentes o no creyentes, a diario llevan sobre sus hombros el pesado fardo de la impotencia para reaccionar, de la desunión que imposibilita conquistas, de la desesperanza nacida de experiencias amargas y de la falta de una visión segura, al menos del mañana, para poder sufrir y sobrellevar situaciones agudas sabiendo que luego del túnel verán por fin la luz.