Sí: son enormes los problema del país. Sí: son enormes sus retos.
Elecciones que se vienen. TLC que se discute y se negocia. Políticos que se toman por asalto lo que pueden. Autoridades que velan solo por sus personales intereses. Dirigentes mezquinos.
Y en el medio, la vida. Esa vida chiquita, de madrugadas y de desayunos.
De desolaciones, de abandonos.
De caídas.
De sonrisas y esperanzas.
Esa vida que va de ventanilla en ventanilla a la espera de un sello.
Esa vida de fin de mes, paludismo y calentura. Esa vida de ilusiones que deambulan con muletas.
Esa vida de camas destendidas, de juzgados, de horarios de oficina.
Y, de repente, un celular que suena, en medio de un tráfico infernal y smog. La señora frena su auto y se estaciona. Alcanza a decir aló y ve que está rodeada por tres policías, todas mujeres.
–Usted se ha detenido en un sitio prohibido– le dicen.
–Es que el celular... –responde la señora.
–Es una infracción muy grave– le anticipan. Queda detenida. Su pena es de veintiún días de cárcel.
La señora no cree lo que oye. Reconoce, sí, que se turbó y se estacionó en el primer sitio que encontró, y que eso estuvo mal. Pero, ¿veintiún días a la cárcel?
–Veintiún días– le repiten.
La señora les dice que comprendan. Que seguramente ellas también son madres y que sus hijos... Que, en todo caso, la que ella cometió fue una falta menor y merece una multa. Pero, ¿veintiún días?
–Veintiún días– le repiten.
Pasan por la avenida unos buses flechados, que paran donde quieren, que se cruzan, que amenazan.
–Véanlos– dice la señora. ¿Por qué pierden el tiempo aquí conmigo mientras el peligro verdadero está allá?
Va a llorar, impotente, la señora. Va a llorar.
Una policía trepa al auto, mientras las otras dos le dan ciertas instrucciones.
–Vamos– dice.
El trayecto es lento y se hace largo. La señora no habla, no tiene qué decir, no sabe qué decir.
–Por aquí tome a la izquierda, por aquí a la derecha– dice la policía.
La señora intuye que se va acercando a su destino.
–Deténgase– ordena la policía.
Están en la esquina de una calle cualquiera.
–Le puedo perdonar la cárcel pero no la multa, que es de cuarenta dólares– dice la policía.
La señora abre la cartera y ve que no le alcanza.
Vacía su billetera.
–Está bien– dice la policía, ahora condescendiente, amable, comprensiva. Porque las dos somos mujeres, le acepto lo que tiene.
Toma el dinero y se baja.
La señora se aleja.
Cuando me relata su historia, todavía tiene la voz entrecortada. Y tiembla.
–¿En qué manos estamos? –me pregunta.
¿No es que la autoridad está para cuidarnos?, me interroga con una mirada impotente, desolada.
Yo no tengo respuesta. Hoy no quiero pensar en las cosas cotidianas. Me angustia el TLC. Me angustian las elecciones que se vienen.
Y me angustia la angustia de un país descoyuntado, roto, desmembrado.