Me llamaron para ver a una persona enferma en el suburbio. Tuvieron que guiarme, no conocía las callejuelas llenas de lodo donde correteaban niños descalzos. La fiebre llenaba de sudor el hermoso rostro de una joven mujer. La pobreza extrema era  la decoración de su cuarto. Dengue era el lapidario diagnóstico. De pronto alguien me llama. Me piden subir la escalera de mangle que lleva a un segundo piso donde solo hay una cama en un cuarto con luz tenue. Ocho jóvenes de pie me observan con mirada de desconcierto en sus ojos. Más desconcertada estaba aún yo. No sabía lo que seguiría. Esperaba y observaba. De pronto uno de ellos dice: “Bueno muchachos, llegó la hora”. Cogió una caja de cartón que rellenó con papel periódico y la pasó entre los preocupados jóvenes. Uno por uno fueron levantando sus camisetas y quitándose el arma que llevaban a la cintura. Algunos lo hacían con gesto firme. Otros titubeaban, me miraban, miraban el arma, dudaban y por último con resignación ponían el arma en la caja. ¿Qué haremos ahora? ¿Cómo nos vamos a proteger?

Me quedé paralizada.

No encontré ninguna palabra adecuada. Lo que balbuceé me sonó casi hueco frente a lo que significaba para ellos ese salto en el vacío. Reconozco que hubiera debido abrazarlos, pero ni siquiera atiné ese gesto primario.

Allí me encontraba ahora, parada contra la pared, con una caja de zapatos dentro de la cual había  ocho revólveres calibre 38. Aparte y envuelta con cuidado, una cartuchera doble cañón pintada de dorado. Esta última había sido de un joven de grandes ojos negros asombrados, que conocía bien y a quien siempre llamé Ángel. Seis meses antes había sido asesinado en la esquina donde estaba sentado esperando a su enamorada. Mi comunicación con él había pasado por la mirada y sus largos silencios, que eran verdaderos interrogatorios.

Esta fue una de las muchas anécdotas a propósito de la entrega de armas de los pandilleros, realizada el 1 de febrero último, que me han ayudado a comprender mejor un proceso largo, complejo y esperanzador.

Días antes  había sido testigo de una conversación entre un pandillero y un militar. Se entendían perfectamente. Ambos consideran las armas como sus aliadas. El militar explicaba que la llaman “mamita”, y que durante ocho días cuando se las entregan en los recintos militares, tienen que defenderla de posibles robos. Abrazados a ella como quien está abrazado a la madre, no duermen velándola ocho días. A mí me resultaba incomprensible que el amor y la protección materna estén asociadas a un arma…

“Lo que usted dijo me convenció”, me comentaban después. Pocas veces como entonces sentí que lo que cada uno quiere oír es lo que se piensa que de verdad se dijo. Y lo que yo quería decir, que no expresé con palabras era: Hay que superar el modelo de seguridad que las armas representan.  El que consigue transformar al enemigo en amigo, ese es el que verdaderamente triunfa en un enfrentamiento. El desarme es una cuestión espiritual. Y luego después, y como consecuencia de una acción que tienen tantas resonancias, las puertas se abrirán con nuevas oportunidades. Y de hecho comienzan a abrirse porque el amor es mucho más poderoso que el odio.

Por eso cuando me preguntan a cambio de qué los pandilleros entregaron armas, les digo a cambio de encontrar, empezar a encontrar, otro sentido a la vida, su vida. En palabras de Martin Luther King Jr.: “Matar a una persona por defender un ideal no es defender un ideal, es matar una persona”. Para todos los conflictos humanos, el hombre debe desarrollar un método que rechace la venganza, la agresión y las represalias. La base de todo es el amor.