Estudiamos hasta los 30 años cuando anhelamos especializarnos, luego la vida nos lleva por senderos ignotos.

No sé por qué razón, después de ser nombrado profesor de enseñanza general, estudiar psicología aplicada en Versalles, abandoné mi tierra natal. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia me mandó a Marruecos por cinco años.
Dictaba cursos de letra y gramática en Casablanca, pues mis alumnos dominaban árabe y francés. Hice mis pinitos en la Televisión Nacional, entrevistando artistas europeos muy en boga en la década del sesenta. No sé por qué, entre tres, escogí luego Guayaquil en vez de Managua o Izmir (Turquía). Ignoro por qué la vida puso en mi camino a una mujer ecuatoriana, decidí abandonar mi carrera, me quedé en esta tierra que me conquistó desde mi llegada. Me hospedé en el Hotel Palace, pedí al azar, sin saber lo que era, un cebiche de conchas, caminé por la avenida Nueve de Octubre, aprendí mi primera frase de castellano: “¿Dónde está?”. No podía comunicarme.

La  tierra francesa me nombró Gran Caballero, lo que había hecho Ecuador en su tiempo, talvez porque hasta estas fechas, no me había comportado cabalmente. ¿Qué queda de todo aquello? Cometí errores al granel, metí la pata un sinnúmero de veces, me porté de pronto como perfecto ignorante, pedante insoportable. Cometí el pecado supremo: tomarme en serio.
Caminé a ciegas, como mendigo, hacia el posible Dios. Creo que, de cierto modo, somos todos ignorantes.

Mi nieta Chloé me pregunta si los aviones tienen el mismo retro que los automóviles, cómo se limpian los astronautas después de hacer sus necesidades mayores. No sé contestar.
Me mira con cierta desconfianza. Para recuperar algo de prestigio, le indico que un atún grande puede llegar a costar cincuenta mil dólares, que cada uña, en las manos de la Estatua de la Libertad, pesa cien libras, que el crucero de aceite diésel Queen Elizabeth II navega 15 centímetros por cada galón, que las jirafas bebés crecen más de 2 centímetros cada dos horas, pero la niña ya se enteró viendo Discovery en su televisor, luce mucho más ilustrada que yo. Pablo Cueva me llena de confusión al  publicar datos pintorescos acerca del prepucio de Jesús.

Lo esencial no es lo que estudiamos, aprendemos, sino lo que asimilamos, disfrutamos. Más vale cabeza bien hecha que cabeza muy llena. La peor ignorancia consiste en analizar la de los demás sin ahondar en la nuestra. De nada sirve la inteligencia si no la acompañan la bondad, virtud suprema, el sentido del humor para burlarnos de nosotros mismos. Es más importante estremecerse escuchando a Beethoven que recordar la fecha exacta de su nacimiento; tener mente tolerante, que poseer poder.

El único ignorante es aquel que no tiene conciencia de su condición mortal, se empeña en odiar en vez de descubrir la magia del amor, no explota sus seis sentidos. Soy ignorante, pero al menos estoy al tanto de mi nesciencia. Sé que solo puede sentirse superior el perfecto pendejo porque nunca imagina cómo será su aviso necrológico. Me lo enseñaron Sócrates y Voltaire.