Hace ocho días fui testigo de un asalto. Evoluciono de las destructivas emociones de la sorpresa y la impotencia a la reflexión este texto que me permita exorcizar el mal recuerdo, pero que salve para la comunidad esta palabra participativa que podría representar la malhadada zozobra en que vivimos.

Noche de viernes. Regreso de clases en compañía de dos estudiantes. Trayecto largo que en cada ocasión tiene que sortear la idea de cuál será la ruta menos peligrosa. En una de ellas, hace tres años, fui una de las inauguradoras del atracamiento con ruptura de un cristal del vehículo frente a una luz roja y perdí parte de mis bienes más preciados: papeles, apuntes de clases, actas de calificaciones. El hecho me convirtió en una obsesiva vigilante –cuando conduzco– de todo cuanto me rodea, en observadora de movimientos y cataduras de mis congéneres. Tengo situadas ciertas direcciones, caracterizados los desplazamientos de ciertos jovenzuelos en medio de los carros o en bicicleta.

En la noche de los recientes hechos, les previne a mis acompañantes: “esquina peligrosa” y hasta dejé el doble de metros de distancia habitual entre el vehículo precedente y el mío. Y empezó la película: tres sujetos se acercaron consecutivamente a un carro oscuro con vidrios ahumados, cada uno a una ventana diferente; el que amenazó al conductor portaba un arma, los otros reventaron los cristales y extrajeron objetos del interior. Cuando cambió la luz, la fila de carros de la izquierda y yo, buscando también ese lado, empezamos a movernos con el imperativo deseo de alejarnos de allí. ¿Y las víctimas? ¿Quién se acuerda de las víctimas en ese momento?, ¿quién puede plantearse el menor gesto de solidaridad? Una de mis alumnas, mientras nos alejábamos en medio de los más desesperados comentarios, tuvo lágrimas de reproche a sí misma y de rabia por la situación.

Lo paradójico es que habíamos identificado una patrulla de policías, detenida frente al Colegio Guayaquil, cuatro cuadras antes. Más paradójico todavía resulta que es común transitar por esa esquina –Gómez Rendón y Guaranda– y ver los cristales rotos sobre el asfalto, señal inequívoca de cuán repetida es la operación.
Recuerdo haber leído en la sección ‘Cartas’ de este Diario alguna denunciando hechos idénticos y refiriéndose a la misma dirección, a otras en la calle Lorenzo de Garaycoa. Y no pasa nada. Y los ladronzuelos siguen, impunemente, en su odiosa labor de atentar contra vida y bienes ajenos. A dirección fija. Con estrategias por todos conocidas. Frente a los ojos del vendedor de dulces, del dueño de la despensa del barrio, de los vecinos que desaparecen cuando los delincuentes corren con el botín en la mano.

Algunas veces me he preguntado sobre el proceso interior que da como resultado a un ser humano que puede identificarse como un ladrón. Y como un ladrón de cualquier nivel social. Cómo se irán distribuyendo en su escala de valores las razones, los subterfugios, las explicaciones que lo sostienen en su actividad. ¿La viveza criolla, el resentimiento social, el horizonte de difíciles oportunidades de desarrollo personal, la contagiosa corrupción, la sed de dinero?
Lo cierto es que el anónimo atracador de las calles y el de cuello blanco de las “bien ganadas” comisiones y los negocios “inteligentes”, hacen exactamente lo mismo: se apropian de lo que no les corresponde, roban.

En este mundo vivimos.