Bolivia, igual que todas las hermanas repúblicas de nuestro entorno, tiene su propio espejo hecho con azogue andino. En él se mira cada vez que quiere, algunas veces cuando está más desarreglada o al estado natural, como le ocurre en estos días. Así desaliñada y hasta crispada por las circunstancias no le gusta verse a nadie (tampoco, digámoslo entre paréntesis, a su hermana del Ecuador), enfrentándose humilde, valiente, positiva y constructivamente con su propia realidad. Más bien se tiende a huir en alas de la ilusión hacia un espejismo, al cual asimilarse con algunos afeites inadecuados, los más rápidos y fáciles. Y por eso no es raro que con el tiempo y las aguas el espejo vuelva a reflejar la imagen natural, con su nuevo desarreglo y su cada vez mayor frustración y crispación.
En cualquier familia las hermanas se parecen, aunque algunas más que otras. Pues bien, tengo la impresión que Bolivia y Ecuador, no obstante algunos rasgos que evidentemente las diferencian, como la cuestión marítima y otras, se parecen muchísimo. Para comprobarlo bastaría mirarnos estos días en el espejo de Bolivia. Ponernos al lado de ella y observar algunas similitudes notables que tenemos. Comenzando quizá por el hecho de que el Mesa de allá, acá se llama Palacio, ambos originados en el binomio, fórmula o medicina política del Presidente que en cada respectiva república elegimos y luego defenestramos. Similitud que se completa en la circunstancia de que ambos ex vicepresidentes y actuales jefes de Estado se muestran llenos de ponderación y de buena voluntad.
No voy a establecer en este breve artículo las diferencias personales de los actores de cada caso. Ni las de índole política, económica y social de cada república. Solo destacaré algunas de las similitudes de mayor relevancia o evidencia, entre las dos hermanas situadas frente al mismo espejo. Y así, ante todo y sobre todo, que tanto Bolivia cuanto Ecuador son repúblicas interiormente divididas, cada vez más, por radicales antagonismos y visiones sociopolíticas y económicas contrapuestas. Y que hasta ahora han sido incapaces de articular un proyecto nacional de largo alcance, por encima de las naturales divergencias humanas, personales y sociales. Por eso unos ven supuestamente la panacea para el bien común en el nacionalismo estatista a ultranza, mientras otros la imaginan en el aperturismo privatista indiscriminado.
Otra similitud que destaca es la relativa a lo de las autonomías o autogobiernos, algo bueno en sí mismo, pero que debe elaborarse en armonía nacional, dentro del marco constitucional, sin precipitaciones ni ensimismamientos.
Pues así como cada persona humana va elaborando etapas y logrando su propia autonomía individual sin menoscabo de su dimensión social, así también los pueblos, sus localidades, regiones y naciones deben ir estructurando las suyas, de acuerdo a su propia realidad y sin olvidar su condición humanista ni su proyección global. En caso contrario coartan, de un modo o de otro, su desarrollo y pueden hasta desembocar en la desintegración. Como hubiera ocurrido, por ejemplo, en los Estados Unidos, si –entre otras circunstancias favorables– no hubiera estado a la cabeza del sector unionista y humanista de esa nación la figura providencial de Lincoln cuando estalló la guerra civil.
Pero dejemos ahora de mirarnos en el espejo de Bolivia y veámonos en el propio nuestro. ¿No podríamos evitar los espejismos y con honestidad, con realismo, dejarnos de refundar ilusamente el país, y más bien empeñarnos en irlo reformando y cambiando positivamente, con esfuerzo y tesón indesmayables, dentro de una coherente y progresiva concurrencia de voluntades del mejor modo posible?