Escuchar a Héctor Napolitano en concierto es toda una aventura de los sentidos, es hacer un viaje por una música irreverente y desenfadada a lomo de las fusiones más locas y atrevidas en que no falta el maridaje espontáneo del rock y la música chichera, el blues y el sanjuanito, el son cubano y el cachullapi, con una letra que es oro líquido en los oídos por su búsqueda de identidad, por arañar y morder pedazos de realidad y sucumbir al humor con el que se burla cómplice de nuestros pequeños vicios, de la manera como los ecuatorianos vivimos la cotidianidad y expresamos nuestros ricos matices. Las letras de sus canciones reflejan nuestras propias tristes vidas, nos hacen sonreír al vernos retratados en los espejos de los acordes, en las letras que son como graffiti por atrevidas. Las mezclas musicales de Napo podrían ser explosivas, bombas molotov, si no hubiera de por medio un derroche de talento y creatividad con el que Napolitano se hamaquea con sus músicos, mientras el público se columpia y corea a todo pulmón sus canciones que hablan del clásico bolón de verde y café (Bolón de verde); de un pobre tipo enamorado de una prostituta a la que quiso cambiar (Corazón de Matasarno); que sueña con el suicidio a manos de un cangrejo para olvidar la traición de una mujer (Cangrejo criminal); que se burla de la odisea de un violento que golpea a una extranjera y es perseguido por migración (Gringa loca); que retoza amoroso por la piel canela y sensual de Guayaquil, camina por el Malecón al ritmo de un son cubano, recorre el cerro Santa Ana, la Boca del Pozo, el Astillero,  y hasta se deleita en vivar al equipo amarillo Barcelona (Guajira a Guayaquil); que defiende la conservación del manglar, las especies, el mar, las Galápagos.

Héctor Napolitano se rodea de músicos excelentes que merecen escenario por derecho propio, como el Gringo Juan, John Vokes, un pensilvaniano que aterrizó hace 30 años en Galápagos y se quedó refundido en la Isabela haciendo música para las iguanas y para los turistas que caían de cuando en cuando por esa olvidada isla, cantando nostálgicos blues, música country y rindiendo tributo a la naturaleza con su voz de barítono ebrio y la armónica suspendida de una larguísima barba, tan desenfadado como Napo y con igual talento a la hora de rendir tributo a Nuestra Señora: La Música. Miguel Segovia, que ha hecho furia con el tema: Ecuador cómo como punto com, en el que habla de la dolarización y el empobrecimiento del pueblo, la creciente corrupción y la  emigración. Al escuchar estos temas  tocados con talento y puntuados con la ironía, una no puede menos que alegrarse; es la manera como se puede llevar la pesada carga de nuestros problemas, con humor, libre, alada y livianamente, como lo harían los poetas.

Algo singular que toca con varita mágica cada concierto de Napolitano es el puente, la comunicación instantánea que se entabla con el público. Napo dialoga, bromea con el auditorio, les toma el pelo y el público hace lo mismo, en una interacción chispeante que provoca más de una carcajada. No es el concertista famoso, sino el hombre atípico del pueblo que hace música con  creatividad y que busca en la vida del hombre común el rico filón de su inspiración.

Hugo Hidrovo cantándole a Montañita hizo una poderosa sinergia con Napo, Cristián Hidrovo con la sensualidad sísmica que logró extraerle al saxo, Jimmy Iglesias y los demás músicos, estuvieron formidables.

Ese rico crisol de identidades que es Guayaquil, esa presencia viva, alegre, acuática y sensorial, se vivió y se sintió hasta el estremecimiento en su último concierto.