Una vez más las venerables páginas del Quijote me llevan de la mano hacia una reflexión. Por aquello de que Cervantes quiso escribir “una parodia de los libros de caballería”, es decir, una imitación burlesca con la cual denigrar un tipo de literatura que había extralimitado sus propósitos al punto de caer en el campo de lo descabellado y manido.

Por tanto, la burla, el sarcasmo son medios de criticar la realidad, son lenguajes ingeniosos que apuntan a acertar mazazos del pensamiento en blancos endebles. Hay soterrada intención demoledora, entonces, en el que usa esos recursos.

Y todo esto viene a cuento de tanta energía puesta, en nuestro tiempo, en parodiar hechos. ¿Acaso la expresión seria, directa y sin ambages, tiene menos puesto en la atención del receptor?
¿Por qué tanta preferencia por esos caminos enrevesados para significar? Yo “me sé la respuesta”, como dicen mis estudiantes. Porque por la vía del humor se dice sin decir. Se estampa en el rostro del criticado la bofetada del rechazo sin que este pueda replicar, a fin de cuentas se trata de una broma, de una voz risueña que busca la distensión del momento. Y los que protestan por los productos cómicos quedan mal y son vistos como amargados, prepotentes o pretenciosamente intocables.

Ahora, hay parodias y parodias. No voy a pretender comparar siquiera el extraordinario fruto cervantino lleno de la presencia de su caballero loco, con las bastas y estúpidas parodias de la televisión nacional. En el terreno literario no se busca evadir una crítica sino posibilitar en el mayor grado, la capacidad de significar cosas. La posteridad, por ejemplo, se ha preguntado si Cervantes fue consciente de la enormidad simbólica de su obra que rebasó con creces la declarada intención de parodiar los libros de caballería. En cambio al respecto de esas otras imitaciones dizque humorísticas, ya buena parte de la ciudadanía se ha pronunciado elocuentemente. Sus burlas al montubio ecuatoriano, al matrimonio, a la vida laboral, etcétera, se difuminan en el territorio de lo inmediato, de lo intrascendente y de lo procaz. Desnaturalizan la realidad que toman en cuenta, la sacan de quicio, confunden al televidente.
Y niegan el importante trabajo de la verdadera obra cómica: hacer pensar sobre los objetivos a los que ha apuntado la crítica de determinado autor.

Algunos de nuestros humoristas políticos sí van por el camino adecuado. Todavía no he leído el libro de Francisco Febres Cordero Los hijos del suelo, pero me bastan sus artículos para identificar las raíces y los medios de la verdadera parodia, que muchas veces, por la reducida extensión se queda en proyecto de algo mayor. Cuando ha escrito poemas, textos de canciones, cartas, informes, inspirado en la más cercana realidad pública del Ecuador, ha creado personajes (recuerdo a su inolvidable policía), ha ensayado el ingenio del auténtico humor. Y la inteligencia ha utilizado el escalpelo para diseccionar las miserias y las ridiculeces que el mismo contorno le proporciona. Entonces, en materia para hacer reír, por favor, no renunciemos a la inteligencia.