“Guillermo Cabrera Infante ha cultivado en el más alto grado el sentimiento cómico de la vida: pero no como opuesto al sentimiento trágico, sino como una variante que lo agrava al purificarle del superfluo patetismo de la seriedad.  El humor es una constante en su escritura, su nervio central, o sea que no aparece de vez en cuando, aquí y allá, sino siempre...”.

Voltaire logró convencer a Madame de Châtelet para que aprendiese inglés y así poder disfrutar de Swift, Alexander Pope e incluso el desigual Shakespeare; pero fracasó cuando quiso persuadirla de que estudiase español. Según la ilustrada señora, no merecía la pena aprender una lengua cuya obra cumbre literaria pertenecía al género humorístico. También esta convicción o prejuicio de doña Châtelet pertenece ya al humorismo, aunque al de tipo involuntario, que es el que peor sienta al autor y más divierte al público. Sin embargo, es un dictamen mucho más compartido de lo que suele reconocerse. El sentimiento cómico de la vida es tolerado, incluso celebrado en ocasiones como recreo o alivio, pero el verdadero prestigio lo recaba para sí el sentimiento trágico. Miren a su alrededor: los escritores más inapelablemente reconocidos hoy –Sebald, Coetzee, Giorgio Agamben...– son cualquier cosa menos festivos. Es más, abundan en perspectivas siniestras. La veta humorística de Thomas Bernhard ha sido subrayada por muy pocos y con cautela. Quizá el último humorista celebrado al más alto nivel fue Samuel Beckett. Y la risa de Beckett... ¡en fin!

Guillermo Cabrera Infante (desde ahora, GCI) ha cultivado en el más alto grado el sentimiento cómico de la vida: pero no como opuesto al sentimiento trágico, sino como una variante que lo agrava al purificarle del superfluo patetismo de la seriedad. El humor es una constante en su escritura, su nervio central: o sea que no aparece de vez en cuando, aquí y allá, sino siempre, sin cesar, obsesivamente.
Y no es un rumor de fondo, como el mar Caribe escuchado desde la cama en un hotel confortable o como el ir y venir del basso ostinato en algunas piezas musicales: al contrario, retumba siempre, estruendoso, triunfal y subversivo, como los clarines que derribaron sonando y sonando las murallas infranqueables de Jericó. Ese humor que retumba todo lo tumba: hasta la tumba... Por cierto, en más de treinta años de amistad Guillermo Cabrera Infante me recomendó muchos libros pero solo me regaló uno (fuera de los suyos, claro está): The unquiet grave, de Cyril Connolly, cuyo título suele ser traducido en castellano como La tumba sin sosiego.

GCI es un humorista persistente –infatigable– en su escritura y también lo fue en su vida. ¿Captan el matiz? El escritor sigue siendo humorista en la presencia repetida y duradera de sus libros; el hombre, humorista de semblante grave como Buster Keaton (Guillermo fue otro “americano impasible” y luego “inglés impasible”, sin dejar de ser cubano apasionado), ya no ha de hacernos reír más. De mí le asombraba –decía que le asombraba, muy serio– que fuese capaz de hablar riéndome; y yo me reía cuando él hablaba, severo, dirigiéndose a mí desde la guarida misma de la risa como Fu-Manchú impasible amonestaba al mundo desde su secreto refugio acorazado. El desafío de la burla, la burla del desafío... La broma perpetua de GCI ha llegado a producir vértigo a bastantes de sus lectores, que intentaron menospreciar su prosa con encomios ambivalentes: muy brillante, muy gracioso, pirotecnia. Lo que provoca la risa (lo que provoca con la risa) debe ser de segunda fila, gracias a madame de Châtelet y demás personas de orden. ¿Cómo aceptar que uno de los mayores y mejores renovadores de la prosa en castellano, un clásico de vanguardia, sea también uno de los escritores más divertidos y gozosos, puro gozo, no solo puro humo?

Pero que nadie confunda diversión con escapismo. Tolkien, cuando le acusaban de hacer “literatura de evasión”, respondía que no merece la misma calificación moral escaparse de una prisión que desertar del campo de batalla. GCI logró huir de la prisión cubana pero nunca desertó del combate contra el totalitarismo declamatorio, puritano e ineficaz que reina en la isla. Y precisamente el humor fue su arma incansable de destrucción masiva: contra la lengua de madera de los Pinochos comisarios políticos del régimen (por no hablar de los intelectuales conservados en la naftalina de su autosuficiencia que lo apoyan, ridículos impunes entre los que no falta alguna preciosa ridícula española). A través de retruécanos y parodias con ingenio sin desfallecimientos, GCI alanceó las formulas escleróticas de la mentira reverenciada, mientras conservaba viva, bullente, subversiva, el habla popular que dice las protestas y los amores, que denuncia y reclama, que explora todos los sonidos para no dejar sin su justicia poética a ningún sentido. Su tarea como escritor fue recordarnos, sin dejar de hacer reír o provocar la sonrisa, que son palabras las que amparan los crímenes pero también las que los descubren y las que procuran salvarnos de sus nefastas consecuencias.

Ahora te veo, Guillermo: me miras tras el vapor aromático de tu habano y disfrutas sin demostrarlo porque me estoy riendo otra vez. Has dicho no sé qué cosa, precedida por el habitual “¿sabes, Fernando... ” y ya has vuelto a hacerme reír. A una palabra pomposa se le ha caído la tiara; un pedante o un tiranuelo se han quedado en cueros; la caverna se convirtió en taberna y el agónico “¡Felipe, me muero!” sonó irremediablemente a “¡feliz año nuevo!”. Guardas el semblante severo, pero no me engañas: veo tras el cristal de tus lentes la chispa perpetua de la amistad, risueña y contenta de contentarme. También con su puntito de melancolía, porque la amistad entre mortales siempre se está despidiendo un poco. Gracias, Guillermo, por no haber cesado de ser heroicamente gracioso, a pesar de lo que recomienden Madame de Châtelet y el lúgubre narcisismo de los expertos literarios. Gracias por tus gracias libres y liberadoras, a pesar de que –aquí entre tú y yo– maldita la gracia que tiene la cosa.

© El País, S. L.