La marcha de Quito no es una manifestación más, es la lógica expresión cívica y política de una población que, herida en lo más hondo de su sensibilidad democrática, reacciona ante el abuso, la inseguridad, la violencia, y demanda que, en especial a la vida pública, se reincorporen los principios y valores éticos y morales connaturales a ella. Este es un derecho que tiene todo ciudadano que sueña con legar un país digno, altivo, serio y respetable.

En este orden de ideas constituye deber y obligación rescatar el respeto como elemento sustantivo para la convivencia social: reconstruir el respeto a la palabra como condición básica de credibilidad, respeto al mandato político para que no sea deformado en la vorágine del disfrute del poder, respeto a los derechos humanos para no degenerar en violencia, en suma, respeto a la condición de seres inteligentes que sabemos distinguir el bien del mal y conocemos que la verdad es única, y que su valor no puede ser subdividido o retaceado.

Qué grato sentir la convocatoria de los verdaderos líderes de la sociedad que han concitado el interés, la participación y el compromiso de la ciudadanía con un proyecto de país. Qué reconfortante la actitud de la juventud, la de las nuevas rupturas que el país requiere con urgencia, para evitar otros atropellos en el futuro.

Las manifestaciones públicas constituyen una fértil instancia no solo para la protesta, sino principalmente para la reflexión sobre los desempeños públicos y políticos, en particular cuando, desde las violaciones constitucionales y la práctica de los “hechos consumados”, se atenta contra la legitimidad democrática naturalmente cimentada en el equilibrio y la independencia entre los poderes del Estado, condición sine qua non para el ejercicio de la libertad.

Es un deber protestar porque la autonomía de los poderes del Estado, consagrada constitucionalmente, esté de hecho sujeta a presiones directas que condicionan severamente las actuaciones de los organismos que las representan. Es menester rechazar que desde el poder político se controle la justicia en franca burla a la voluntad democrática; rechazar también, la falta de seriedad de los diputados autodenominados “independientes”, a quienes jamás elegimos en esta condición, sino dentro de la aceptación de la tendencia de un partido político, su actuación pone de manifiesto que el poder del voto se ha perdido y en esta relación, el ciudadano no puede más que evaluar de manera negativa a las instituciones democráticas, ya que ellas no resultan ser, el ámbito real del proceso decisorio público. No debemos aceptar la corrupción implícita en un proceso dirigido hacia la degradación de las instituciones democráticas, por todo esto, recuperar el valor de la dignidad, rechazar dádivas, y exigir el respeto a la Constitución, a la ley y a los derechos ciudadanos, es un imperativo social.

El poder corrompe y cuanto mayor es, más corrompe. En un contexto de esta naturaleza la acción gubernamental pierde la vocación de servicio público y la prevalencia del interés general sobre el interés particular que deben serle inmanentes. Qué imprescindible resulta entonces rescatar además la ética política, como sustento del respeto ciudadano.