El cantante francés Jacques Brel falleció a los 49 años de un cáncer al pulmón. Fumaba 80 cigarrillos cada día.
Escribió lo siguiente: “En la vida de un hombre, hay dos momentos importantes: su nacimiento y su muerte. Lo que hace entre aquellas dos fechas carece de importancia”. Eso me recuerda el pesimismo de Saint Exupéry: “Pasamos nuestra vida tratando de compensar nuestra infancia. A veces nos acabamos a los 17 años, después de imaginar los sueños que jamás podremos realizar”.

Me quedo con André Malraux: “Una vida no vale nada, pero nada vale tanto como una vida”. Nuestra existencia, limitada en el tiempo, es una montaña rusa. Compadezco del mismo modo a quienes solo conocieron la pobreza, la desgracia, la soledad, como a los que nadaron en la opulencia, tuvieron miles de amigos (al menos así lo creyeron) y se encerraron para siempre en su frágil y egoísta bienestar.

No hay luz sin sombra, emoción sin contraste. Lo ideal sería poder ser millonario, luego mendigo, sacerdote, monja, ladrón, prostituta, panadero, campesino: agotar todas las posibilidades del ser. La muerte es un telón cayendo para indicar el final de una obra. Supongo que somos lo que obramos. Entre el nacer y el morir tenemos el tiempo justo para despertar. Al no poseer conciencia, es decir visión clara de lo que somos, del mundo en que vivimos, no logramos nacer. Somos muertos en vida.

Olvidemos aquello de la muerte. Tratemos de no calcular el tiempo que nos queda. Recordemos a los filósofos griegos: “No le tengo miedo a la muerte. Si yo estoy, ella no está; si ella está, yo ya no estoy”. Una vez fijados estos parámetros, intentemos convertirnos en seres humanos. A veces tendremos la sensación de ser muy listos, pero con algo de humor, de sensatez, tomaremos conciencia de nuestra repentina estupidez. Todos caemos en barbaridades. Las más terribles ocurren cuando no tenemos conciencia de cometerlas. El peor monstruo no está hecho de simple carne, como lo pretenden las películas de terror, sino de un embrutecimiento de la mente: ceguera frente al dolor ajeno.
Hablamos todos demasiado y no escuchamos lo debido. En este caso, nuestra vida puede carecer de importancia. Lo importante será nuestra relación con los demás. En el 2004, un racista es un desadaptado. Podemos, debemos tener amigos en el mundo entero, sean palestinos, judíos, negros, blancos, iraquíes, norteamericanos, cubanos, heterosexuales, homosexuales, cristianos o musulmanes, budistas o ateos. La única aristocracia se esconde en el alma. No tiene nada que ver con el apellido, la fortuna, la posición social, el modo de vestir. Gandhi es más importante que Christian Dior. El corazón del mendigo que pide limosna a la puerta del palacio puede ser más noble que el del mismo rey.

No tengamos miedo a la muerte sino a la vida que nos deja libres de asumirnos como humanos o de convertirnos en seres sin conciencia. Todo lo que creemos poseer al final nos posee. Por ello resulta tan difícil llegar a ser dueños de nosotros mismos.