Sería bueno que, alguna vez, los ecuatorianos nos miráramos hacia adentro y asumiéramos con dignidad y valentía nuestra condición, sin pretender ser más ni menos de lo que somos.

Sería bueno que, alguna vez, los ecuatorianos nos despojáramos de la grandilocuencia a la que nos hemos hecho tan adictos, para reconocernos desnudos de títulos, fastos y oropeles con los que tanto amamos adornarnos para ocultarnos entre el maquillaje de las solemnidades.

Sería bueno que, alguna vez, los ecuatorianos volviéramos los ojos hacia la sencillez de nuestra propia vida cotidiana y buscáramos proyectarla hacia afuera, allá donde se organiza cualquier acto público que nos engaña con su pompa, sus discursos, sus ceremonias y sus protocolos.

Es como si el síndrome de Abdón Calderón que padecemos no nos abandonara: no asumimos que su heroísmo fue el de un joven que peleó por la causa en que creía. No. Eso no nos basta. Para que su heroísmo sea real, nos volvemos patéticos hasta hacerlo morir despedazado a cañonazos.

Por eso, por ese síndrome que nos atosiga, no basta que Quito sea lo que es, para que sea. Tiene que ser Luz de América y entonces sí podemos sacar pecho por ella. Y Cuenca, no es Cuenca: es la Atenas del Ecuador. Ni más ni menos. Y Guayaquil, la Perla del Pacífico.

Y así vamos, hemos ido por la historia, poniéndonos calificativos, quizás porque ellos nos ocultan más que nos muestran, nos engañan, más que nos reflejan.

De ahí que no podamos hacer un estadio que no sea “monumental”, no podamos realizar una feria taurina que no sea “la mejor de América”, y ni siquiera podamos inventarnos un árbol navideño de lata que no sea el más alto de la costa del Pacífico.

Y, porque somos tan dados a los fastos, no podemos tampoco iniciar ninguna ceremonia, por cursi que resulte, por reina de belleza que coronemos, sin las “sagradas notas del himno nacional”, que han quedado reducidas a unos estribillos que se repiten de manera automática, cansina, como si fueran el tributo que tenemos que pagar por ser lo que no somos: libres.

Ahora la discusión está centrada en la manera de nombrar a esa bella estructura de hierro, salvada del abandono y la desidia y colocada en un sitio privilegiado de la urbe, para fines distintos a los que fue creada.

Nunca fue un palacio de cristal, ni lo es ahora. Fue un mercado.

Entonces, llamémosla mercado. Y como ese mercado tiene una larga historia, como está incrustado en la memoria de la ciudad, como es ya viejo, digámosle que es viejo.

El viejo mercado.

¿Para qué necesitamos más?

¿Para qué queremos nombrarlo de otra forma, si aquella ya está incorporada al diccionario cotidiano?

Quien lo vea, se admirará de su belleza y se sorprenderá también de que el nuevo destino que se le ha dado cumple a cabalidad las exigencias de la hora. Lo demás, será una historia grata de contar, que atraviesa todo el siglo anterior y llega, tan lozana y fresca, a este.

Porque ¿qué es eso de urna de cristal?

¿Qué es eso de palacio?

Es un despojo: es quitarle el nombre con que nació, para darle otro rimbombante, pero hueco. Es dejarlo en puro cascarón, pero sin alma.

Por una vez, por una, nombremos a las cosas por su nombre.