Pido disculpas por haber fallado a nuestra cita del domingo. Operado a corazón abierto el 13 de septiembre, había calculado pocos días de terapia intensiva, un par de semanas para la recuperación, vuelta a Ecuador a principios de octubre. La realidad lució diferente. Severas complicaciones respiratorias y renales comprometieron el éxito de la intervención. Nadé en total delirio; perdí el sentido. Me guardaron varias semanas en terapia. No reconocía a la gente. Solo recobré conciencia de un modo definitivo quince días después. Me contó el cirujano que, una vez cambiada la válvula aórtica, el corazón se había disparado en forma desordenada, negándose a latir normalmente. Me hallé al borde de un infarto masivo del que por milagro pude salvarme, cuando mis familiares, religiosamente unidos alrededor de mi lecho, esperaban el fatal desenlace.

Hoy, frente a la página blanca, intento sin mayor éxito juntar recuerdos, dar forma a las vivencias. No puedo caminar sino unos pasos y con ayuda. Necesitaré un par de semanas para recorrer regulares distancias. He caído en estado de aguda anemia. Aquí termina el boletín de salud. No hablaremos más del asunto en esta columna. Trataremos tan solo de sacar las más saludables conclusiones.

Aprendí que somos esencialmente frágiles. El estado de salud se agrava de un modo dramático cuando pensamos que solo los demás pueden enfermarse del corazón o contraer cáncer. Nos damos una excesiva importancia. En realidad, desaparecemos sin ruido y no se altera para nada el ritmo de vida de los demás. Solo nuestros allegados y unos contados amigos siguen nuestra huella. Suena una frase al paso “fulano ha muerto”, “sutano tiene cáncer”. Sería fatal si no fuera así. Hasta la pena se apacigua, la vida continúa. Sufrimiento, dolor... son pruebas que nos obsequia el destino para poner nuestro ego en su puesto. Ni lo que poseemos, ni lo que somos o pretendemos ser, ni las virtudes o defectos que nos prestamos o nos atribuyen los demás tienen importancia. Lo esencial no puede comprarse, tasarse. Por ello, bendigo los males que me están achacando, los insomnios; todo lo que me baja los humos. En cambio, los detalles de la vida diaria me desquician. El olor del café en la mañana, las hojas de los árboles que van cayendo en el multicolor otoño francés, los cálidos recuerdos de cada rincón ecuatoriano, el rostro de mis seres amados, los dos amigos que no fallaron nunca, las llamadas telefónicas. Por desgracia se borraron todos los mensajes de hotmail que me mandó la gente desde fines de agosto, pues no usé más este medio y no pude leerlos.
Desaparecieron.
Miro todo. La gente, los perros, las plantas, el cielo. Escucho a Mozart, a Bach, Britney Spears, con mayor placer. Reúno migajas de amor, felicidad, bienestar, exalto el mensaje de todos mis sentidos. Me siento incapaz de odiar, prometo nunca más pelear con alguien por una vana discrepancia de criterio. Sigo pensado que “nadie es malo voluntariamente”, que la malevolencia es solo falta de cultura, de conciencia. Ratifico que no puede haber pecado donde hay amor; lo que amplía mi tolerancia. Lamento haber decepcionado a ciertos por haber adoptado de pronto actitudes estúpidas o indignas de un ser medianamente inteligente. No tenemos el privilegio de no equivocarnos.

Volveré a Ecuador entre diciembre y enero. Me toca antes asimilar aquel coqueteo muy serio que acabo de tener con la muerte, volverme más humano, reconstruirme. Todos, al final, pecamos por exceso de seguridad o petulancia. Solo deberíamos recordar que somos mortales.