La concesión del último premio Nobel de Literatura a la escritora austriaca Elfriede Jelinek ha causado polémica, particularmente en Europa. Pero no es a ella a quien voy a referirme, puesto que desconozco su obra, sino  a una presión, cada vez más creciente, para que se reconozca a las escritoras.

No mucho acierto han tenido los académicos suecos al seleccionar a las premiadas. Un lector se puede preguntar si Sigrid Undset es más novelista que Colette, si Toni Morrison es más escritora que Margueritte Yourcenar. ¿Y qué decir de Pearl Buck, prácticamente caída en el olvido? Porque Selma Lagerloff o Nadine Gordimer tienen obras importantes. En cambio, por razones desconocidas no se premió a Virginia Woolf, Margueritte Duras, Carson Mac Cullers, Simone de Beauvoir, Christa Wolf o Doris Lessing con estimables logros en novela y ensayo.

Puede afirmarse que cosa parecida ha sucedido con los escritores, pero habiendo sido el siglo XX, sobre todo en su primera mitad, de menos voces femeninas que masculinas en cuanto a valor de escritura, también se puede pensar que la selección debió de ser más estricta o en todo caso más atenta a la proyección de las respectivas obras de las galardonadas.

Suponiendo que lo haya sido, ¿a qué atienden los académicos al analizar las obras de los posibles ganadores? Porque escritores como J.M. Coetzee, si bien poco conocido para un buen sector de lectores, es un estupendo novelista al que nadie puede o debe oponer reparos, pero, ¿Nelly Sachs, por ejemplo?

No deja de ser extraño el sentido de selección y algunos lo han denunciado con contundentes razones, pero es obvio que apunta a regiones y países como en un ajustado juego de equilibrio. Lo cierto es que en los últimos años se tiende a reconocer lo que podría llamarse escritores marginales, menos porque sus obras lo sean por motivos de contenido o lenguaje, y más por pertenecer a países de menor peso o trascendencia histórica en el campo de la literatura.

Jelinek no es más novelista que Robert Musil, austriaco como ella, a quien en su momento no se le concedió el premio, si es que nos atenemos a lo dicho por traductores versados en la literatura y el idioma alemán, pero esto queda como pregunta a la que aún no cabe una respuesta, siendo, como se sabe, impenetrable el secretismo de elección los académicos.

Evidente es que en los últimos tiempos hay una especie de presión por lo que algunos llaman segregacionismo sexual y que tiende a que haya igualdad de apreciaciones para el trabajo de las escritoras. Y si algunas voces, con desenfado manifiesto, claman porque más de una mujer merece ese galardón o debería de ser tomada en cuenta, se trata de una presión que incluye razonamientos sexistas.

La literatura no es masculina o femenina, aunque algunos se empeñen en sostenerlo o en plantear esa disyuntiva. Un texto es bueno por lo que contiene y no por el sexo que esté detrás de su autoría. Los méritos son del orden del discurso planteado y el sexo de su responsable puede o no manifestarse en él como punto de vista que guíe o influya en el discurso.

De hecho, los mayores personajes literarios femeninos los han creado y proyectado los hombres. Sin embargo, las escritoras tienen la tendencia a trabajar personajes de su mismo sexo con reconocidas sutilezas, pero nada impide que puedan generar buenos personajes masculinos.