Los resultados electorales estaban escritos mucho tiempo antes de las elecciones. Era previsible el triunfo de los partidos más fuertes, así como la insignificante votación del partido de gobierno. También se sabía de las amplias posibilidades que tenían quienes buscaban la reelección y se podía suponer el descenso de los que se equivocaron en mensajes e imágenes frente al ascenso de quienes habían hecho pésimas campañas. Pero no estaba claro ni era previsible la reacción que tendría cada sector después de que esas posibilidades se transformaran en realidad.

Las primeras señales en ese sentido no son positivas ni reflejan el optimismo de quienes con su voto enmendaron el error cometido hace dos años. Dejando de lado las contradicciones y rectificaciones del Gobierno –que sustituyó el triunfalismo y la agresividad iniciales por un tardío llamado a la concertación– resultan preocupantes las primeras actitudes de los triunfadores. Parece que va tomando cuerpo la propuesta del líder de Izquierda Democrática para destituir constitucionalmente al Presidente, lo que no solamente abriría un nuevo período de inestabilidad sino que tendría consecuencias más graves en la vida nacional.

La debilidad gubernamental, comprobada en los resultados electorales, sería el lubricante que se necesitaba para poner en marcha la maquinaria legislativa y conseguir los votos que hasta ahora han sido esquivos. Pero, sin negar la enorme razón que tienen quienes argumentan sobre la incapacidad del Mandatario y sobre el costo que paga el país por mantenerle hasta el fin de su mandato, cabe preguntarse si se habrán puesto a pensar en las consecuencias a mediano y largo plazo.

La respuesta hay que buscarla al contraponer la realidad actual de Lucio Gutiérrez y su partido, por un lado, y la que se abriría en el caso de una posible destitución, por otro lado. Ahora es más evidente que nunca su debilidad electoral y política. Lo único que le queda por delante es terminar su período sin mayor gloria aunque sí con mucha pena. Con él terminará también su partido que, sin cargos para ofrecer y recursos para repartir, perderá nuevamente de manera estrepitosa en las próximas elecciones como lo acaba de demostrar. Entonces tendrá que recluirse en una vida privada –privada de poder, privada de expectativas políticas– de la que no volverá a salir.

Por el contrario, si se le censura quedará como una víctima más, como una de esas almas en pena que gravitan en la política nacional y que se constituyen en amenaza permanente para la democracia. Si lo hacen le habrán dado el pasaporte que le permitirá instalarse definitivamente en el escenario nacional, aunque físicamente no se encuentre en él. Si termina su período, en cambio, quedará enterrado debajo de una montaña de votos, muchos más que los que le sepultaron en esta ocasión. Esa es la manera en que la democracia entierra a quienes alguna vez atentaron contra ella.