Lo hallé muy de repente. Detuve mi automóvil, apagué el motor. Salí del vehículo. El altímetro, en el salpicadero, anunciaba cuatro mil metros. Me encontraba en El Cajas. Caía una garúa pertinaz demasiado leve como para despertar eco en el asfalto, en las escasas hierbas. Las lagunas brillaban como espejos. “La naturaleza sin los hombres es el único refugio del hombre” (Albert Camus).

¿Por qué será tan difícil hallarnos en el mundo moderno? Nos persiguen en la campiña el ruido de los motores, el pito de los camiones. Extraña invitación aquella de pasear en los caminos del silencio. Nos hemos acostumbrado, con nuestro instinto gregario, a caminar como borregos en medio del rebaño. Si la salud es carencia de enfermedades, el silencio es mucho más que ausencia de ruidos. Hubo una época en que era lujo reservado para monjes. Se retiraban en la soledad de sus conventos. Ahora estamos abocados a poner letreros inmensos que piden silencio en la proximidad de los hospitales.

El silencio es tan vital como el pan que comemos. Constituye una necesidad de tipo psicológico y fisiológico. Precisamos desintoxicarnos del bullicio para volver a encontrarnos con nosotros mismos, descubrir los detalles, sonidos y colores. De pronto, por las noches, podemos escuchar los latidos de nuestro propio corazón, el que marca el ritmo de nuestra vida, empuja la sangre, de repente se relaja, descansa, se siente disponible para recibir. San Juan de Dios decía: “El silencio de Dios es plenitud de vida. Es el silencio de todo lo que no es Dios: es paciencia”.
Sabemos que existe un tiempo para hablar y otro para escuchar. El silencio de la prudencia pesa las palabras, se abstiene de juzgar. El silencio de la compasión muestra un sincero afecto hacia aquellos que fueron heridos en su carne o en su alma. El silencio de la humildad reconoce sus limitaciones para poder abrirse a otro tipo de luz.

También están los silencios destructivos: el del rencor que impide el diálogo, aísla en sus rincones a dos seres que no quieren dar el paso decisivo hasta el perdón; el de la cobardía que prefiere callarse en vez de afirmar su solidaridad; el del desprecio que no acepta las debilidades ajenas.

No hay música sin silencio. Después de las cuatro primeras notas de la quinta sinfonía llega el momento del suspenso. Talvez nos quejamos del silencio de Dios cuando nosotros no sabemos escuchar. Jesús sintió la necesidad de buscar un lugar favorable, un momento privilegiado para encontrarse lejos de las multitudes, de la agitación de las intrigas humanas (Marcos 1:35). Antes de escoger a sus discípulos, se fue hacia la montaña. Sabía retirarse en el desierto y es lo que le proporcionaba aquella fuerza apacible, lejos de las especulaciones intelectuales.

En el fondo, vivir es como cruzar un desierto que fue poco invadido por todo lo que nos obsesiona. Nació el consumismo, empezaron a volar los aviones, a rugir los motores. Necesitamos ya muchas cosas para inventarnos algo que se parezca a la felicidad. Por ello se volvió tan complicada.