Con uno de los asesinos más protegidos del pasado siglo a la cabeza de Chile, fueron casi 17 años en los que solo se requería estar en desacuerdo con la dictadura militar para desaparecer.

Cecilia Labrin Sazo, ayudante de escuela, de 25 años, con tres meses de embarazo, fue sacada de su casa, delante de su madre y hermanos. Fueron tres hombres quienes, cerca de la medianoche y anunciándose como investigadores, solicitaron que los acompañe a una Comisaría. Nos es difícil imaginarnos la angustia de su madre, quien, según su propio testimonio, recuerda aún lo que su hija le contestó para calmarla: “No te deprimas mama, yo no voy sola; llevo a mi hijo y él me dará fuerzas y muchos deseos de seguir luchando”. No volvió jamás.

Gloria Esther Lagos, 28 años de edad y faltando cinco meses para que nazca su cuarto hijo, fue otra víctima. Seguramente por haber sido funcionaria en La Moneda en el gobierno de Allende, su casa fue violentada más de una vez. Un día, a pesar de la advertencia de sus vecinos, que le anunciaron que su casa estaba llena de militares, decidió no escapar. Tenía que entrar porque ahí estaban sus hijos. Marcela, en ese entonces de ocho años, recuerda: “Cuando vi que mi madre se alejaba, corrí a la ventana llorando y gritando una y otra vez que no se la llevaran, allí divisé unos (hombres) como vestidos para la guerra. Yo quería que mi madre se quedara conmigo, con nosotros tres, pero no fue así”.

Los hechos descubiertos por investigaciones de Amnistía Internacional y DD.HH. no cabrían en este espacio. Pero sucedieron. Cada angustia, cada secuestro y cada tortura previa a las miles de personas que murieron en manos del gobierno de Pinochet, al que vamos a llamar varón tan solo por el sexo que ostenta; y, que hoy, con casi noventa años, pretende esconderse en la desafiante declaración que recientemente hiciera su abogado: “tarde o temprano será sobreseído” por su salud.

Quien a su vez es libre de defender a quien le plazca. Así como libre sería, si hoy estuviera haciendo los trámites jurídicos necesarios, si sus hijos hubieran sido presas de la fuerza multinacional que mediante los servicios de inteligencia de países sudamericanos se unieron para perseguir y eliminar al enemigo-subversivo, bajo el nombre de “Operación Cóndor”, con sede en Santiago y costeada por quien sabe quién.

Que no se diga que el depósito común de cadáveres “izquierdosos” sirvió de base para la economía chilena porque ni se dio apertura a inversiones “golondrinas” propias de la teoría neoliberal, como las que partieron al Ecuador; ni se desmanteló al Estado. Ni se diga que el General no sabía nada, porque sus sicarios lo desmintieron; y, menos aún se diga que la masacre no estaba preconcebida, porque 19 días después de que el presidente Allende lo ascendiera, el militar lo traicionó.

Mientras más rápido se haga justicia, será “más temprano que tarde que se abran las grandes alamedas donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”.