No tengo duda alguna de que el presidente Bush sea sincero en su pasión por llevar la democracia a Iraq; de hecho, a pesar de las interpretaciones más cínicas de que ha sido impulsado por preocupaciones electorales y/o cálculos relacionados con el petróleo, siento que lo más probable es que el principal motivo que le impulsó, y le sigue impulsando, es su política hacia todo el Medio Oriente.

La democracia, dijo Winston Churchill, es el segundo peor sistema político conocido por la humanidad. Lo que el gran orador quería decir es que, aunque la democracia está llena de sus propias fallas e ineficiencias, todos los demás sistemas –la monarquía absoluta, la teocracia, el fascismo, el comunismo– son mucho, mucho peores.

Pensé en las palabras de advertencia de Churchill cuando leí el texto del discurso del presidente Bush en Carlyle, Pennsylvania (24 de mayo), describiendo las metas y políticas de Estados Unidos en Iraq en las semanas y meses por venir. El corazón y el alma de su estrategia yacen en su admirable convicción de que al llevar la democracia a aquel país se resolverán los problemas. Como él mismo dijo, “el plan para la democracia iraquí es ayudar a establecer la estabilidad y seguridad que la democracia requiere”. Una vez establecida esta seguridad por las fuerzas aliadas e iraquíes, realizadas las elecciones generales, escrita y aceptada la nueva Constitución, y en el poder el gobierno iraquí permanente, las tropas norteamericanas y otras estarán camino de salida. Habrá sido una tarea bien hecha, y el mundo habrá avanzado hacia su destino democrático y la satisfacción de la actual estrategia general de Estados Unidos.

No tengo duda alguna de que el presidente Bush sea sincero en su pasión por llevar la democracia a Iraq; de hecho, a pesar de las interpretaciones más cínicas de que ha sido impulsado por preocupaciones electorales y/o cálculos relacionados con el petróleo, siento que lo más probable es que el principal motivo que le impulsó, y le sigue impulsando, es su política hacia todo el Medio Oriente. Establecer la democracia en el sitio, y todo saldrá bien. Funcionó para América en 1776, por lo que debe funcionar para todos los demás. Algún día, todos los pueblos quedarán a la altura de Kansas. Y, después de todo, ¿quién sino lo malos podrían objetar al principio de “una persona, un voto”?

El problema con esta visión es que, bueno, la democracia es más complicada de lo que parece asumir el presidente Bush. Con frecuencia es contradictoria, e impredecible. Normalmente es de pensamiento a corto plazo más que a largo plazo. Confunde a los encuestadores. Con demasiada frecuencia marcha a un ritmo diferente que el marcado por el partido en el poder. Las preocupaciones de la mayoría de los votantes pudieran ser muy diferentes a los intereses de las élites.
Cuando una democracia vota, puede hacerlo según líneas sectarias y étnicas más que de acuerdo al argumento racional y seglar tan favorecido y presumido por los padres fundadores de Estados Unidos. Y la democracia en otros países pudiera no gustar de los hábitos políticos y constitucionales (después de todo, ninguna otra democracia moderna ha replicado la Constitución americana). Sorprendentemente, las sociedades extranjeras, cuando tienen un voto libre, pudieran ni siquiera pensar en Kansas como situada en un plano más elevado.

Mi preocupación aquí, entonces, es que la inocente creencia, sostenida no solo por el Jefe de Estado sino por muchos de sus conciudadanos y la mayoría del Congreso norteamericano de que la “democratización” y la “norteamericanización” (es decir, la imitación de las prácticas y preferencias de Estados Unidos) avanzarán naturalmente mano a mano. Esta asunción se remonta desde Jefferson y sus colegas y avanza, vía Wilson y Franklin D. Roosevelt y Kennedy hasta nuestra presente administración. Con todo el mundo democratizado, Estados Unidos será el hermano mayor de la humanidad. Pero, ¿hemos de creerlo?

Mucha evidencia, como diría Sherlock Holmes, señala en otra dirección. La brutal derrota del gobierno español esta primavera fue un real y maravilloso ejercicio en la democracia popular, pero fue un golpe claro a la “coalición de voluntades” del presidente Bush en Iraq. Los neoconservadores en Estados Unidos que denunciaron la pasividad española no entendieron. El pueblo de España no se opone a la lucha contra el terrorismo; lo ha estado haciendo mucho más tiempo que los norteamericanos. Solo están en desacuerdo con la conducción de la guerra en Iraq. A juzgar por las encuestas de opinión, el sentimiento avasallador en Gran Bretaña, Australia, Polonia e Italia –nuestros aliados más decididos (cuando menos sus gobiernos)–, también habla contra el involucramiento en los pantanos mesopotámicos, y aquellos votantes tendrán su voz en las próximas elecciones.

Y piense también en la reciente revuelta electoral en India. Todos los comentaristas de los medios (incluyéndome) se concentraron en la próspera clase media de la India y sus impresionantes tasas de crecimiento de años recientes para concluir que el partido VJP gobernante se llevaría la reelección, con lo que prestaron atención insuficiente a los 800 millones de hindúes que viven en la pobreza rural, pero que también votan. Muchos millones de ellos votaron, democráticamente, por el Partido Comunista Hindú, que promete reducir la diferencia entre ricos y pobres. ¿Fue totalmente ilógico que lo hicieran así? No. Pero proyecta nuevas dudas sobre el argumento de “imitar a Kansas”.

Considere también dos recientes reportes sobre tendencias internacionales que han sido completamente ignorados por la mayor parte de los medios. El primero es un documento llamado Democracia en América Latina, realizado bajo los auspicios del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas (UNPD) por un equipo de académicos y funcionarios latinoamericanos. Al encuestar a 18.600 ciudadanos de 18 naciones, el equipo descubrió un alarmante deterioro de la confianza en una democracia de libre mercado, lo que resulta mucho más perturbador si se considera que estas sociedades aparentan haber logrado dramáticos avances en el último cuarto de siglo. Ahora, golpeadas por retos económicos y dificultades y la clara evidencia de que la brecha entre ricos y pobres dentro de sus fronteras no se ha alterado, la mayoría de  latinoamericanos (55%) apoyaría un gobierno autoritario si pudiese resolver sus problemas económicos. Un porcentaje incluso más alto (58%) cree que sus gobiernos deben “ir más allá de la ley” si tienen que hacerlo. El segundo reporte no es sobre democratización directamente sino sobre su cercana hermana, la liberalización. En un estudio de los 50 países menos desarrollados, la Conferencia sobre Comercio y Desarrollo de la ONU (Unctad) dijo recientemente que la creciente apertura comercial no ha llevado a las reducciones esperadas en la pobreza extrema; de hecho, los totales de gente desesperadamente pobre en nuestro mundo están aumentando, con graves consecuencias.

Claramente, ni la democracia en sí misma ni el cambio a los principios del mercado libre son una garantía del éxito, prosperidad y estabilidad. Puede que funcionen en Polonia y Hungría, pero no en Argentina y Haití. De hecho, la llegada de la liberalización constitucional y económica parece ejercer agudas presiones sobre muchas sociedades no acostumbradas a estas asunciones norteamericanas básicas. Las implicaciones de ello son serias, y no solo en el nivel socioeconómico sino en el político.

¿Puede uno imaginar, por ejemplo, que si las prácticas de “una persona, un voto” se llevaran a Iraq, Arabia Saudita o Egipto en estos momentos, la mayoría votaría por un estilo de vida pro norteamericano y políticas pro norteamericanas? Por supuesto que no: los gobiernos antinorteamericanos y antiisraelíes llegarían avasalladoramente al poder y todos democráticamente electos. ¿Y uno puede imaginar que si acaso (una fantasía, lo sé) acordáramos avanzar hacia alguna forma de gobierno global o parlamento global, los miles de millones de votantes en las tierras más pobres votarían por las mismas cosas que el Partido Republicano de Estados Unidos?

Los lectores deben comprender que este no es un ataque neofascista desesperado contra la democracia. Como Churchill, creo que los otros sistemas políticos son peores. Pero es un llamado a la cautela, no por primera vez en esta columna, en contra del canto de las sirenas de aquellos grupos norteamericanos neoconservadores que defienden la conversión del Medio Oriente y el resto del mundo a sus propios principios –sin que, por supuesto, Estados Unidos tenga que hacer concesiones en sí– y sin pensar en los problemas y consecuencias no intencionales. Después de todo, si tuviésemos un sistema de votación libre en todos los países y un orden mundial verdaderamente democrático, algunas de las personas más incómodas que lo habitaran (junto con los que antes fueron comunistas, dictadores, etcétera.) probablemente serían un gran número de norteamericanos conservadores.
 
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