En Ecuador más de 300.000 personas han preferido la incertidumbre del mar, el hambre, el naufragio o la cárcel, hacinados en el vientre oscuro de un buque pesquero, antes que hacer frente a la incertidumbre cotidiana del hambre y el desempleo.

Hay un país flotante, fantasmal, sin papeles, distribuido entre Europa y Estados Unidos, que se debate entre la nostalgia del país físico que recrea en sus sueños y el poderoso deseo de afincarse, de echar raíces en aquella tierra nueva en donde espera encontrar las oportunidades que le negó el suyo. Navegando entre esas dos paradojas está la psicosis de un país real que nutre perversamente su economía en base a las remesas forjadas con el desgarramiento de los más desesperados de sus pobres: los emigrantes. Ellos, al igual que el poeta Medardo Ángel Silva, podrían decir: “Todo lo que quise yo, tuve que dejarlo lejos...”

A pesar de que la emigración, en las condiciones que se produce en nuestro país, siempre implica graves riesgos, una de las más azarosas y conmovedoras es la que se produce por vía marítima, en la que buques fantasmales parten en noches oscuras y total anonimato llevando contrabando humano, gente procedente del Austro y otras zonas rurales, que espera llegar, como se espera un sueño, a los Estados Unidos, el país del Nunca Jamás. Aunque la experiencia de otros les han mostrado lo mortal del viaje, el peligro inminente, el probable fracaso, no les importa. El emigrante va tras una meta, corre en pos de una ilusión. No importa que se ahogue en un mar de deudas, que empeñe su casa o sus bienes, no importa las condiciones infrahumanas en que viaje, solo comparables a las de los barcos esclavistas del pasado, nada importa. El sueño de un futuro mejor es tan poderoso que nubla su cordura, salvándolo de la incertidumbre y del terror que tendría cualquiera ante la avezada aventura. Todos repiten, cuando las cámaras los muestran detenidos por los guardacostas norteamericanos –que contra toda ley los apresan en aguas internacionales y los devuelven en calidad de reos al país de origen–: Lo volveremos a intentar.

¿Qué es lo que hace que estas miles de personas se sometan a una de las más crueles aventuras que la imaginación pueda poblar? ¿Por qué son capaces de sumergirse en infernales deudas solo por abandonar su país en busca de otro que presumen con mayores oportunidades? ¿Por qué perdieron la fe en el suyo? Es un tema que excede nuestro espacio, pero no es aventurado señalar que desde la terrible crisis de 1999 que hundió en la pauperización a los sectores populares y a la ínfima clase media, el país no ha podido salir del atolladero. Medidas impopulares, la indiferencia de la clase política más interesada en zanjar disputas personales que los problemas gravitantes del país, el desempleo creciente, una canasta básica que triplica el salario vital unificado, la falta de proyectos nacionales, los pésimos gobiernos, la deuda externa que devora la mitad del presupuesto nacional, la escasa obra social, la corrupción y su habitual impunidad, impiden tener fe y esperanza en el país. Una fe tan necesaria para vivir como el aire. Un país que, además, es presionado por el doble discurso del gobierno de Estados Unidos, que le exige sanciones concretas para que cuide sus fronteras y por otro lado lo ahorca con la obligación exacta del pago de la deuda externa y las rígidas medidas fondomonetaristas. Así, ¿quién puede? Además, es obvio que si los sudores del emigrante representan el segundo rubro nacional, ¿a qué gobierno le interesará eliminarlo?

Mientras no se den pasos coherentes para solucionar las causas de la emigración, mientras no exista el apoyo internacional necesario, seguiremos leyendo historias desgarradoras de compatriotas que empeñan su vida en “buques fantasmales que no pueden anclar en puertos”, como dijo el poeta. Y lamentando, como se lamenta hoy todo, las vidas perdidas de aquellos cuyo único delito fue soñar.