No debería sorprendernos, pues al fin y al cabo, que algún día nos veamos cara a cara con la muerte, es con la única certeza con la que nacemos. Pero aún así, nos resistimos a esa idea. Nos cuesta aceptar que nada evitará que la muerte nos separe de quienes amamos e insistimos en suponer que ella  tocará puertas ajenas antes que las nuestras.

Pocas veces se anuncia, casi siempre desordena la razón y siempre nos sorprende.
La advertencia de una enfermedad, lo funesto de las tragedias, las ejecuciones, los planificados enfrentamientos bélicos, no reparten las fuerzas suficientes para entenderla y sobrevivirla. Avisada o no, nos lastima profundamente.

Heridos y totalmente vulnerables, nos enfrentamos a un cuerpo frío, tieso, pálido y sin vida, sabiendo que debemos cumplir con la tarea dolorosa de depositarlo debajo de la tierra. Casi anestesiados por aquel padecer existencial, enterramos a quien quisiéramos nos acompañe un poco más en esta aventura. Cojos de ánimo, y por casi treinta horas, sepultamos a ese cuerpo inerte paso a paso. Lo hacemos yendo de misa en misa, prendiendo velas, rezando y llorando. Nos vestimos de negro o usamos ropa que cautelosamente aleje a la alegría. Le otorgamos amnistía a esos dolores sentenciados a guardar silencio y nos damos licencia para enterrar esas amarguras que quedaron pendientes. Pensamos en esos otros muertos por quienes no lloramos; y, aprovechando la ocasión, pagamos nuestras deudas como ancianas lágrimas. Sollozamos por nuestro dolor, por la penuria de no disfrutar más de ese alguien que se fue y creo que injustamente hasta lo culpamos por abandonarnos.

En fin, cada uno y sin entrenamiento previo, vive la muerte como puede; y traga el sabor amargo de enterrar muertos a quienes disfrutamos con vida.

Luego el tiempo hace su parte. Sale al encuentro del desaliento y va echando emociones sobre las cicatrices. Alivia el dolor y mete el hombro para cargar el peso de la ausencia. El tiempo, casi sin darnos cuenta, nos toma de las manos y nos enseña a poner flores en los pensamientos que nos traen los recuerdos. Logra que con esa persona, a la que ya no podemos tocar, hagamos las paces; pues consigue que la recordemos sin llanto que nos ahogue, y cuando nadie nos oye, le pedimos perdón por haberla responsabilizado de irse e incluso nos sonreímos por la fantasía de creer que nos escucha.

El tiempo, guardián de la muerte, también tiene sus noblezas. No solo es implacable en su tránsito, sino que también lo es en su generosidad. Se instala, sin ninguna prisa, para que nos aleccionemos y hagamos aquellas cosas que nos hacen entender que la vida es la hermana de la muerte. Construye con nosotros un compás, que se hace infinito si lo invertimos en reconocer la dignidad de nuestros semejantes, en pedir todos los perdones que debemos y hacer de este mundo algo mejor de como lo encontramos. Se hace puente, para que atravesando así sus minutos, entendamos a la muerte como Vida y para que podamos por adelantado, tocar la eternidad.