Todos los que de una u otra manera rondan el mundo de los negocios y las finanzas, desde el presidente del Banco Central hasta el presidente de algún gremio de exportaciones marginales, preparan maletas para irse a negociar el Tratado de Libre Comercio. A momentos provoca desconcierto tanta ingenuidad y volatilidad de la que hacen gala. A momentos provoca ternura.

Y desde el otro lado, Estados Unidos solo pone condiciones: que se reconozca el IVA a las petroleras; que se paguen las deudas pendientes a las empresas norteamericanas; y, no faltaba más, la hipocresía es la mejor compañera de la rapacidad, que se elimine el trabajo infantil en las bananeras, cosa que hace parte de la justicia social y no de las condiciones para disputarse un mercado.

Nosotros, en cambio, no ponemos condición alguna. Vamos desnudos, dispuestos a todo con tal de ingresar por la ventana trasera a la modernidad.

Parecen aspirantes a apostadores que entran por primera vez en un casino: enceguecidos por las luminarias, el humo de cigarrillo, las voces provocadoras de un crupier y las sensaciones físicas que despierta el azar.

Naturalmente, creen que ellos son los únicos protagonistas del Tratado de Libre Comercio. Que son los llamados a negociar, como si detrás de esas tres palabras no se ocultara todo un modelo que va mucho más allá del toma y daca, del “libre flujo de los capitales”, paradójicamente acompañado del flujo prohibido de las personas.

Habituados al boliche, no perciben la complejidad y las sombras del casino.

¿Se trata acaso simplemente de acordar unas cuantas licencias de comercio?

Hay mucho más en juego.

Está todo el complejo discurso de la propiedad intelectual que desconoce la propiedad colectiva y comunitaria de sabidurías milenarias.

Está el tema, viejo pero real, de la soberanía, no en la versión militar y patriotera. No. La soberanía en cuanto a controlar que el capital que se ampara en el libre mercado no haga tabla rasa del medio ambiente.
(Ya ocurrió en un municipio de Canadá, y la multinacional que introdujo a ese país, amparado en el tratado de libre comercio, un fertilizante químico prohibido en Estados Unidos, le ganó el juicio al gobierno canadiense en un tribunal internacional).

Está en juego la normatividad laboral y medioambiental que nos interesa a nosotros, pero no le interesa al capital que, sin territorio, goza allá del beneficio por el daño que ocasiona acá pero que no le afecta allá.

Están en juego toda la institucionalidad y la legalidad del país.

Pero, según ciertos economistas y dirigentes empresariales, ellos son los únicos llamados a integrar la comparsa que llegará a Estados Unidos sin proyecto de país alguno, a entregarse a cambio de unos cuantos cupos para una producción nacional que solo alcanzará competitividad a costa de la depredación ecológica y laboral.

Y en el colmo de la candidez, piensan que el tratado está a la vuelta de la esquina. Si fracasan le achacarán al Estado el fracaso, o tal vez al “riesgo país”, o a la “inseguridad jurídica”, o al subdesarrollo construido precisamente por sus antecesores en los negocios.