Hoy, miércoles de Ceniza, comienza el tiempo litúrgico de la Cuaresma para la Iglesia Católica, período de reflexión y sacrificios, como preparación para la Semana Santa.

Uno de los sacramentos que, a diferencia de otras religiones cristianas, mantienen los católicos, es la penitencia, que suele denominarse también confesión o reconciliación.

Particularmente me agrada esta última denominación, pues explica muy bien lo que ocurre en el corazón de la persona, que se siente otra vez “de a buenas” con Dios.

Traigo a colación esto porque en nuestra sociedad y particularmente en las relaciones de los que viven activamente la política y entre los gobernantes y los gobernados suelen ocurrir distanciamientos que deberían concluir en reconciliaciones.

Para que ellas sean ciertas y duraderas bien valdría que se siguieran los pasos que, con sabiduría, propone la referida Iglesia y que vale la pena recordar porque nos puede hacer bien a nosotros mismos.

Lo primero es el examen de conciencia, difícil en la medida que la autojustificación nos impide reconocer nuestras faltas de acción u omisión.

Luego el dolor de corazón o arrepentimiento de lo realizado o dejado de hacer es clave, pues si no existe este sentimiento lo que sigue será un engaño.

El reconocimiento de la falta y la contrición, si son sinceros, nos llevarán al deseo de no volver a lo mismo, lo que se denomina propósito de enmienda.

Con el espíritu preparado en esta forma se llega al diálogo en el que se expresa lo ocurrido, con libertad y de viva voz, como demostración de humildad y dignidad, al reconocer los propios errores.

La aceptación de una postura así produce necesariamente la reconciliación que se sella con la realización de un gesto que la evidencie.

La reconciliación, en términos sacramentales o en las relaciones interpersonales, se prolongará en el tiempo en la medida en que se mantenga el propósito de enmienda.

Por eso es tan importante la calidad de ese propósito, a tal punto que es preferible que no se engañe con una fraudulenta reconciliación, si realmente no existe la decisión de cambiar.

La consecuencia de flaquear y no honrar el propósito produce un mayor y más grave distanciamiento que excluye el avenimiento, llenando de escepticismo, incluso a los observadores, como el que sentimos frente a ciertos políticos.

Así que debemos observar la calidad de nuestros propios propósitos y también de los demás, para saber hasta qué punto podemos enorgullecernos de nuestra conducta y admirar la de ellos.

Si fallamos es necesario corregirnos prontamente y, si fuera pertinente, hacer las observaciones a quienes las requieran, pues para una mejor convivencia es necesario honrar los propósitos de enmienda.

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