Muchos sobresaltos, abundantes errores, demasiadas contradicciones y un débil asomo de cambio positivo en las últimas semanas son el balance del primer año de la más reciente aventura que escogió el país. Difícilmente habría podido ser de otra manera porque la suerte estaba echada de antemano. Después de haber agotado durante veinte años todas las opciones que se presentaban en el menú de los partidos, y sin repetir una sola de ellas, el electorado decidió ponerse a sí mismo en el peor de los dilemas cuando tuvo que escoger entre dos neófitos en la segunda vuelta. Sin programa, sin equipo de gobierno, sin biografía y sin historia, cada uno de ellos a su manera no ofrecía sino promesas tanto ingenuas como irrealizables. Cándido y confiado, el elector se embarcó en el bus para asistir en vivo y en directo a las primeras clases de manejo. Como suele ocurrir en esos casos, eran muy altas las probabilidades de dejar la condición de testigo para transformarse en víctima, de lo que se desprenden más frustraciones que dan vida a nuevas aventuras, y así hasta quién sabe cuándo.

La decepción tiene el nombre y el apellido de cada uno de los partidos. Prácticamente todos han gobernado, incluidos el marginal liberalismo, los minúsculos FRA y demócrata, el fantasmal y efímero PUR con la compañía del agonizante PCE y por último esa encarnación de la pureza que eran Pachakutik y el MPD. Ya no se les puede echar la culpa solamente a los más grandes y mejor organizados, que por eso han ocupado más cargos como corresponde en democracia. Ahora hay que incluir entre los causantes del fracaso a los que hacían del antipartidismo la bandera de lucha y la solución de todos los males. Un año les ha tomado darse cuenta de que no se puede celebrar misa sin sacerdotes y que los cardenales son los únicos que pueden elegir al Papa. En fin, más vale tarde que seguir en ese viaje a ninguna parte en que estábamos embarcados.

Doce meses dejan experiencias y de ellas hay que sacar lecciones. La primera es que los asuntos políticos son un poquito más complejos que lo que deja ver el lente de la ingenuidad y de las buenas intenciones. La segunda es que para saber cómo manejarlos es necesario un aprendizaje que solo se obtiene en una larga trayectoria que no pasa, ni tiene por qué pasar, por las academias de guerra y más respetables organismos que están hechos para otros fines. La tercera, que se desprende de esta, es que aunque se diga que los partidos han fracasado no se puede gobernar sin ellos y peor contra ellos (basta oírle al ministro Baca que, sin afiliación partidista, repite esto no solo por pragmatismo sino fundamentalmente por principio democrático). La última es que resulta muy difícil jugar al juego de la democracia cuando no se la ha practicado. Las lecciones están para que gobernantes y electores las aprendan. También para olvidarlas y caminar incansablemente hacia ninguna parte.