Me atreveré a llamar puro al arte de Jesús Soto, indiscutible maestro de lo cinético, pues su obra radica básicamente en la consecución del movimiento, menos como impulso mecánico y más como proyección humana. Pero más allá de lo externamente definidor de su obra, es lo que ella es y lo que sugiere lo que seduce al espectador que acude a esta exposición en el Centro Cultural Metropolitano.

Se trata de una selección de los trabajos de Soto a lo largo de 50 años de carrera. Es, pues, una retrospectiva en estricto sentido. Y una visión clara y neta de un proceso de desarrollo que desechó, sin contemplaciones, factores predominantes en ciertas concepciones artísticas: la figura en tanto que forma y la tela en tanto que soporte pictórico.

La búsqueda del movimiento está en los inicios de esta obra y ampara la geometrización de las formas. Estas formas son estructuras que terminan por superar la planitud del espacio lineal para abrirse al espacio real. Pronto esta pintura perderá la restricción del cuadro para transformarse en objeto pictórico, si por tal entendemos la presencia tridimensional de su logro.

Soto irá más allá al conseguir virtualidades como enunciados de un movimiento, al dotar a sus trabajos de una dinámica exterior que replica a una organización interna. El logro completo lo alcanzará con sus practicables.

Primero de metal y ahora de plástico, estos practicables constituyen el resumen de materia, sonido y color en los que laborara desde mediados de los años 60. Esta especie de selvas que utilizan el tumbado de espacios cerrados como soporte base, no podía hacer otra cosa que incitar a la participación del espectador en un juego que tiene de aventura y disfrute.

Trabajo riguroso es el de Jesús Soto, que si elimina literatura y narración de su esfuerzo entroniza el juego intelectual de las estructuras a partir de las materias que emplea. Pero no es juego gratuito o de azar, sino uno en el que conscientemente se plantea un tejido distinto al orgánico, y sin embargo, si puede decirse en este caso, con organicidad propia.

Faltaba algo aún: rendir la materia a la pura existencia del movimiento en uno de sus aspectos visibles: lo vibrátil. Lo consigue en sus trabajos de más reciente data. En ellos, la materia se vuelve evanescente y proyecta un estado de incorporeidad que si no la niega la disuelve en reflejos de color a los que la luz contribuye en esta desmaterialización.

Sentimos ante la obra de Jesús Soto que estamos en presencia de un arte puro, si por tal entendemos un arte de pura sensibilidad en que precisión y concisión son factores determinantes. Un arte que no plantea negar la realidad natural sino superarla en la medida en que es inteligente y no solo sensorial.

Que es un arte estrictamente físico, pensarán algunas personas; otras podrían considerar que es uno de refinadas técnicas y concepciones. Pero es más bien un arte sin retóricas que exalta por igual la libre expresión de la forma y sus múltiples transformaciones en luz y sonido. Un arte, en fin, que con la complicidad visual del espectador celebra un alto rito de alegría en un terreno que otros prefieren manejar dramáticamente.

¿No es este acaso uno de los dones del arte?