Si es fácil entender que con él desaparece un escritor vinculado con la novelística ecuatoriana de la primera mitad del siglo XX, es menos porque no publicara después de Juyungo (1943) y más por el peso que esa novela tuvo en su momento de publicación, que para muchos lectores, sin duda, es el autor de solo esa novela.

Apreciación errada sobre un escritor que, sin embargo, fue parco en la realización literaria por razones que ignoro.

Mis recuerdos sobre él se remontan a finales de los años 50, cuando se lo encontraba tras el escritorio de la secretaría de la Casa de la Cultura hasta donde yo iba a conversar. Secretario perpetuo me parecía en ese estar tras el escritorio, siempre con sus anteojos de marco delgado y con esa parsimonia en el hablar que daba tono de privacidad a lo conversado.

Si no me equivoco del todo, esos intercambios apuntaban a lo literario aunque pronto se desviaban a cuestiones políticas o de otra índole como el tema de una negritud y el referente de autores que planteaban o miraban el mundo desde esa óptica. Yo entonces conocía algo del poeta norteamericano Langston Hughes y menos aún de Aimé Cesaire, siéndome desconocida la hermosa poesía de Sedar Senghor, por ejemplo.

Jovial, atento, su carácter o su temperamento le hacía desapegarse de una realidad inmediata aunque solo en apariencia, pues no puedo decir que se divorciara de lo que acontecía alrededor, sino que proyectaba una imagen de lejanía ante hechos que, en cambio, podían apasionar a otros.

Años después, en finales de los setenta y cuando pasó a residir en Quito, fueron varios los encuentros con Adalberto, comenzando por el de una exposición de pintura suya en la librería Libri Mundi. Exposición que, debo señalarlo, mostró una visión casi alegre, y en todo caso vital, dueña de color y exuberancia, del trópico ecuatoriano. Después lo topaba en los cafés de la avenida Amazonas, generalmente por las tardes o a primeras horas de la noche, siempre con una taza de tinto adelante, a veces acompañado de jóvenes y guapas extranjeras y nacionales, a veces solo.

No se equivoca Carlos Eduardo Jaramillo cuando declara que Adalberto Ortiz fue, a más de novelista, poeta. Cierto, escribió poesía en que ritmos y visiones de su Esmeraldas natal están presentes. Creo, sin embargo, que esa disposición poética se la encuentra ya en Juyungo, menos por esa especie de introducciones líricas que preceden a cada capítulo, y más por el uso de un lenguaje que parece moverse en esas direcciones.

Confieso que no había averiguado por él a los amigos comunes, y es que de algún modo me parecía estar al margen de un tiempo y de sus efectos. Quizás en atención a ideas que sobre él me había hecho, y en esas ideas seguía tal cual le había conocido años atrás: imperturbable y sereno en la silla del escritorio o de la cafetería, con una sonrisa entre pícara y discreta en los labios, sin perder el paso o la avistada presencia de una mujer de su gusto.