Quizás porque en algún rincón de mi organismo está archivado mi gen de imperfección, rehúyo los reclamos: sé de antemano que tengo perdida la pelea.

Así y todo, me armé de valor y fui a presentar mi queja a un sastre de esos modernos por la confección de un saco de esos modernos que, cuando me lo abotonaba, presentaba una notoria arruga en la parte delantera, a la altura del ombligo, más o menos.

Ventajosamente encontré un aliado que me demostró que la verdad estaba de mi parte, de manera inequívoca: el espejo. Parado frente a él, a quien pedí que me dijera la verdad, nada más que la verdad y solamente la verdad, constaté que sí: que el maldito saco se arrugaba horriblemente cada vez que el botón se incrustaba en el ojal.

Acudí donde el maestro, protesté y le dije que su obra era un fiasco. Como alternativa, añadí que me podía devolver lo que me había cobrado por la confección o bien corregir el error en la caída (¡nótese el tecnicismo, propio solo de un experto!) de la pechera.

Me clavó una mirada que ya conozco de memoria y que revela de manera inequívoca que no me asiste la  razón.

Haciendo gala de una paciencia de sastre, me dijo que me chantara el saco. Se separó unos metros y, desde prudencial distancia, exhaló un enigmático hhhmmmm, que igual podía ser una manifestación de aprobación que de rechazo.

Después de unos segundos de silencio me pidió que fuera ante el espejo y le señalara el sitio preciso donde, a mi juicio, radicaba la falla.

Ante mi estupor, noté que la arruga estaba exactamente en el mismo sitio: temía que hubiera desaparecido.

Prevalido de la razón, le hice ver al maestro que ahí, justo ahí, se marcaba el error.
Hhhmmmm volvió a musitar, mientras estiraba la pechera, daba un jalón a la manga y desabotonaba el botón, para enseguida volver a abotonarlo y pronunciar un nuevo y misterioso hhhmmmm.

Luego se situó a mis espaldas, puso sus manos sobre mis hombros y lentamente los llevó hacia atrás, instante en que, por arte de magia, se borró la arruga. Repitió el ejercicio dos veces en absoluto silencio, dibujó una mueca de satisfacción y, tras una pausa bastante embarazosa, dio su veredicto:

-El saco está perfectamente hecho, señor. El que está mal hecho es usted, que tiene un hombro más alto que el otro.

Inmediatamente, con su mejor tono científico, comenzó a preguntarme si yo de chico había tenido alguna caída, si algún pariente mío había padecido parálisis o si en mi infancia había tomado la suficiente cantidad de leche como para que mis huesos calcificaran bien.

Después, con la voz de un auténtico huesólogo y con una mirada que llegaba hasta la médula, bastante parecida a la de Superman, me informó que, por alguna causa que él no alcanzaba a vislumbrar, yo sufría una desviación en la columna vertebral, cosa que pasó a graficar valiéndose de su tiza de sastre, en un papel que encontró a mano.

Lo que vi en esa suerte de radiografía hecha rápidamente y a mano alzada me resultó aterrador: la parte alta de mi columna tenía la forma de una ese.

Salí de la sastrería con una angustia que me carcomía, pues la arruga de la leva no era nada comparada con la que presentaba mi columna vertebral, cuya reparación requeriría –seguro– la intervención de algún Pierre Cardin del quirófano.

La columna torcida comenzó a causarme agudos dolores de cabeza y una patojera que se agravaba notoriamente al subir las escaleras, al punto de inducirme a pensar en la necesidad de un bastón.

Un día en que tenía puesto el saco, la Cata cayó en cuenta de la arruga que se formaba a la altura del vientre y, sin más, fue por aguja e hilo. Curiosamente, el instante que el botón del centro estuvo pegado correctamente, desapareció la torcedura de mi columna y con ella se esfumaron las jaquecas y la cada vez más evidente cojera.

Juro que nunca más reclamaré nada a ningún sastre, porque corro el riesgo de adquirir alguna nueva imperfección: he descubierto que los sastres modernos, a diferencia de los antiguos que eran unos verdaderos expertos y daban diagnósticos impecables, flaquean en sus estudios de anatomía, una materia indispensable para pegar los botones con la precisión científica que tanto se necesita en una profesión tan llena de dificultades.