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Hace casi 40 años, cuando llegué aquí, un coctel de ostras costaba un real. Lo soñé, supongo, pues no luce real. El diario aclara: “En vista de la coyuntura, hay que sincerar los precios”. Eso significa que los de antes eran falsos. Recién se levanta el velo que cubría tanta hipocresía. Pueden los precios franquearse.
Respiramos frente a la caja registradora del supermercado. El encargado nos mira con pasmosa veracidad mientras un foquito rojo, secreto como el ojo de Satán, va descifrando el valor de nuestras compras.
La fundas avanzan, inexorables, en la banda rodante. El cajero pulsa las teclas. Según su humor, permite o no que el cliente vea cómo sube la cuenta después de cada artículo. Es lo que llama, él también, “sincerar los precios”. Nada permanece oculto. Mientras el perejil, el cilantro (0,25), la coliflor (0,20) pasan sin pena ni gloria –los centavos de dólar permiten olvidar la equivalencia ridícula de la moneda anterior– el queso mozzarella (4,36), los filetes de pechuga (3,71) hacen progresar el monto a pasos agigantados. Unos compradores blanden al final su tarjeta ilimitada, con la soberbia del árbitro dispuesto a sacar de la cancha al Tin Delgado, Álex Aguinaga, el Tanque Hurtado. Otros, luego de rememorar lo que guardan en efectivo, optan por retirar del mostrador artículos de mayor costo, como quien aligera el peso del avión para evitar su aparatoso estrellamiento.
Casi siempre me acompaña en la caja alguna señorona cuyo carrito sucumbe bajo el peso de las vituallas. El cajero le anuncia una suma final escalofriante, pero la dama, suelta de huesos, saca de su cartera una plumafuente de 18 quilates, gira un cheque con el desparpajo de Jamil firmando el decreto de algún feriado bancario.
También veo cómo, en filas aledañas, unas mujeres siguen con insufrible angustia la carrera de los dígitos bajo la dígita mano del cajero de turno. Aquellas humildes amas de casa tendrán que escoger entre el arroz y el azúcar, la mortadela o la chuleta. Saben, por leerlo en la prensa, que todo el mundo es sincero, que el Gobierno jamás miente, que Peñafiel terminará su recital con el éxito de Raphael, que la inflación se debe al fenómeno de El Niño, deterioro de las carreteras, alza de los combustibles, mala cosecha. El presidente sincera los precios. Con la frente radiosa, pone la mano derecha en su rebosante pecho, canta a voz en cuello el himno nacional. Es un gobierno de puro corazón.
Las jubilaciones ficticias se volvieron realistas. Con unos $ 14 mensuales, uno puede contraer una caquexia galopante a precio de huevo: metáfora errada, pues “el aumento de precio en aquellos cuerpos orgánicos ovalados puestos por las hembras de aves ovíparas se debe a la inexplicable constricción de su postremo orificio”. Las gallinas también conocen el estrés.
Poseíamos antaño una moneda real hasta en su nombre. Ahora tenemos el billete verde donde guiña su ojo ilusorio el prócer de otra patria. Extrañamos a Montalvo mientras nos engatusa George Washington.