Gasté mucho tiempo en tonterías típicas de intelectuales, rumiando una cultura que no me servía de mucho. El programa de televisión que estoy presentando desde octubre me conectó en forma abrupta con la realidad cruda, esencial, a veces invisible. Me mostró la otra cara del planeta, más allá de la llamada “regeneración del casco urbano”.

Machetón es asaltante de buses. Le han roto la boca, unos dientes. Sus tatuajes relatan fechorías y amores entre puñaladas: fue una lógica contestación a sus agresiones. Siendo betunero, tuvo sus primeras relaciones sexuales a los 12 años con quien sigue siendo su mujer en las buenas y en las malas. Uno de los hijos nació antes de que culminase el embarazo. Por error médico, quedó lesionado cerebralmente. Lo sacuden crisis casi diarias de epilepsia. Así me lo contó Machetón entre relatos de asaltos a buses o viandantes.

Tres días después, llevé al niño donde un especialista, en Urdesa. Le pregunté a Machetón si podría volver solo y reconocer el camino. Me hizo observar que “por ahí pasaba la línea número 6 donde siempre va gente con buen billete”. Conocía el recorrido por razones profesionales. El chiquillo vomitó todo su almuerzo en mi coche: arroz puro, blanco como su alma. Brotó mucho sudor de su frente.
Entonces, Machetón le acarició la cabeza, le secó las sienes, borró de su boca el poquito de espuma. Veía una tal contradicción entre el criminal y el padre enamorado, que sentí frío hasta en el alma, afecto indecible.

Batracio es un avezado malhechor. Un machetazo horrendo casi le partió un brazo dos días antes de nuestra entrevista. Una puñalada en el abdomen, cicatrices múltiples en todo el cuerpo, hablan de un pasado tumultuoso. Me dijo que después de unos cuantos grifos podía hacer cualquier cosa y hasta exterminar a quien lo mirase de una forma insistente. Había también allí un pasado triste a morir, amor desenfrenado por Olga, la madre cuyo nombre tiene tatuado en el brazo izquierdo, odio hacia quienes pretenden hacerse los héroes. A Jesús lo llamó “el flaco”; me enterneció aquello.

Conocí a una madre que había matado a su hijo después de que la violaran seis individuos. Estuve con Manolito, hombre apacible pero culpable de haber degollado “a un man que le insultó a la madre”. Cuando le hice observar que había yo también recibido ese tipo de afrenta Manolito me contestó: “Es que no es lo mismo, don Bernard. La mamá de usted no era prostituta”.

Luisa María, prostituta en Durán, me dijo: “Yo no tengo cuerpo. Me olvidé de él. No recuerdo rostros, Solo pienso en dar de comer a mis cuatro hijos”.

¿Cuál es el mérito de ser bueno cuando no faltan la plata para el diario ni la comida para sobrevivir? ¿Con qué vara podemos medir las faltas ajenas? Se vuelve imprescindible la existencia de un Dios que pueda decidir lo que realmente valemos, fuera de nuestra personal evaluación. Los peores crímenes se visten de honorabilidad.