Ya está. Ya se lanzó de candidato. Raúl Patiño comenzó su campaña cuando fue ministro de Bienestar Social de este régimen. Ahí, andaba de aquí para allá, agenciosísimo, sudadísimo, atareadísimo. Y, gritonsísimo, claro.
Inauguraba primero una cosa y enseguida inauguraba otra. Pero todo con pancartas en que constaba su nombre, con afiches donde estaba su fotografía. Y con cantos cantados por él, que hablaban de su deseo de tener un millón de amigos.
Lo que hacía lo hacía en medio de una gran fanfarria. Llevaba a los empleados del Ministerio para que se desgañitaran gritando a su favor. Y los llevaba en autos del Estado, claro. En buses del Estado, claro.
Pedía helicópteros para que lo trasladaran a los sitios más remotos, donde era recibido con banda de música. Los helicópteros eran del Estado, claro. Y las manifestaciones de júbilo, pagadas con dinero del Estado.
La gente le gritaba ¡Viva! Y él, feliz, cantaba que quería tener un millón de amigos.
Un día organizó en la mismísima Plaza Grande una manifestación para exigir al Gobierno más fondos, pero el Presidente de la República no salió al balcón del Palacio para decirle que sí, que por supuesto, que le iba a dar todos los fondos que él quisiera para que pudiera seguir en su labor de proselitismo. En su lugar, le dio un yucazo, creo.
Y le quitó la orquesta.
Hasta que ahora, unos meses más tarde, ya está de candidato.
La tragedia es que ya no cuenta con todo el aparataje estatal, ya no tiene carros con placas oficiales, ya no tiene buses, ya no tiene helicópteros. Solo le quedan sus gritos. Y, tal vez, alguna estrofa de su antiguo canto.
Un canto que ya no se escucha. Antes, algo se oía. Es que, al fin y al cabo, era el de un ministro que disponía de la maquinaria suficiente como para hacer creer que la plata que no era de él, era de él. Que lo que hacía, lo hacía a su nombre, y no a nombre del Gobierno al que representaba.
Enamorado de su imagen, creyó que con su voz y una melodía prestada y empalagosa, había construido una plataforma que le conduciría a la presidencia de la República.
Se convenció de que el pueblo lo necesitaba a él, cuando solo necesitaba lo que él le daba. Se convenció que el pueblo le seguía a él, cuando solo seguía el rastro de las migajas que él, desde lo alto del poder, botaba.
Del millón de amigos que creyó haber conseguido, a duras penas le quedan dos. O, para ser generosos, tres.
Los novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y siete restantes se hastiaron de su canto, con lo que demostraron que no solo tiene un oído bastante afinado, sino también la agudeza suficiente como para saber que la amistad con quien detenta el poder y lo usa para su personal beneficio, nunca es duradera.