Fue simple casualidad. El domingo pasado, me encontraba en Madrid. Por la marquesina de un teatro, supe que se presentaba Paloma San Basilio en la comedia musical Mi fair lady (Mi bella dama). Quise saludar y entrevistar a tan entrañable amiga. Hice malabarismos; utilicé la entrada de los artistas por cierto muy vigilada. Paloma se mostró desolada al decirme que le quedaba tiempo justo para el maquillaje, el cambio de vestuario antes de entrar a escena. Al terminar la función, debía volar a Venezuela. De pronto sonrió y preguntó: “¿Sabes, Bernard, para qué sirve la ternura?”.
Viéndome perplejo añadió: “Pues, para vencer lo imposible. Tengo justo 12 minutos de descanso en el intermedio. Es mi regalo de bienvenida. Ven a mi camerino”. La palabra ‘vencer’ en labios de Paloma se vuelve sabrosa por el ceceo típico que distingue a los españoles. Debo aclarar que la comedia musical de la que es la principal protagonista recibió ya a 250.000 espectadores y estará en cartel hasta diciembre del 2003.

Un día después llegué a casa de mi casi hermano Alberto Cortez. Una emotiva entrevista entre los rosales del jardín y la puesta del sol nos incentivó para una cena con sobremesa que nos llevó casi hasta el amanecer. De pronto Alberto preguntó: “En tantas canciones hablé de la ternura, de sus migajas; realmente me pregunto si es de gran ayuda en este mundo de almas blindadas. ¿Qué opinas tú?”.

La ternura es el forro de terciopelo que matiza la pasión, dulcifica las emociones, convierte la sexualidad en proyección del alma. Es el beso profundo del después cuando los cinco sentidos están repletos. Se mantiene incólume entre cenizas cuando arden los delirios, se apacigua el furor del cuerpo. Los ojos buscan los ojos; se enlazan las manos; llegan las palabras más dulces. Lo esencial del amor nunca fue el antes ni tampoco el durante sino el inefable después. Intuimos si debemos, sin pena ni gloria, vestirnos para desaparecer, o florecer en la comunión eviterna.

La ternura es cortesía del corazón, estremecimiento del alma, humectación de la mirada. Se puede llorar por cariño como suelen hacerlo abuelos y padres. La ternura vuelve sublime el nacimiento de un niño, la torpeza de un cachorro.

Alberto Cortez me dijo: “Quien no ha penetrado en los ojos de un perro no comprenderá jamás a un ser humano. Quien jamás trepó a los árboles nunca entenderá a los pájaros. Quien no ve los múltiples milagros de la vida cotidiana no sabrá de ternura. Ella permanece cuando aparentemente no queda nada. El mundo se encuentra dentro de nuestros ojos”. Me recordó aquello lo de Atahualpa Yupanqui: “Las cosas están allí mas no sabemos mirar”.

Sabe la ternura a llanto exultante, risa húmeda, sueño alocado. Cierra los párpados de los muertos en señal de transitoria separación, convierte la ausencia en manojo de recuerdos. La ternura no pide, no exige, no es invasora. Solo pretende estar allí cuando más la necesitan.