Producto de sus malos hábitos se volvió monstruosamente obesa y desarrolló una forma particularmente grave de acromegalia. La enfermedad, incluso causada por su pertinaz negativa a ordenar su vida, podría llevar a tenerle cierta compasión, de no ser porque se ha vuelto agresiva, violenta, descomedida, maleducada y grosera. Solo en algunas de sus partes conserva un rescoldo de su belleza que la hiciera famosa. Manchado, descuidado, marchito, está su hermoso rostro, que llevó a algunos a decir que tenía “carita de Dios”. Niño pueblerino que la contemplaba asombrado, me vestía “de calle” para ir a verla, creo haberme enamorado de ella, como debía ser, terminaba la adolescencia y tenía el suficiente criterio para entender sus carencias. Nunca fue nítida, ni segura, ni culta, pero en la última década ha mostrado una conducta suicida, que amenaza destruir todos sus valores.
Y es que quizá en el amor no nos dimos cuenta de que es una ciudad mal concebida. La explosión de la quebrada del Tejado, con su saldo de muerte y destrucción, es la protesta de la tierra maltratada a lo largo de siglos. Una cuenca hidrográfica, como la pequeña del río Machángara sobre la que se asienta la ciudad, es el aparato circulatorio de un ecosistema, comunidad biológica asentada sobre una realidad geológica. Taponar las quebradas es cortar las venas de estos sistemas. Las consecuencias, que van más allá de los aluviones, no se hacen esperar. Leyendo tempranas crónicas coloniales vemos que, desde el primer siglo de la ciudad española, su historia es la de una lucha contra las quebradas, más concebidas como abras incómodas y hasta asesinas, que como corrientes de vida. Sobre un relleno se construiría la capilla del Sagrario, sobre otro el Teatro Sucre. Tendencia que se volverá mortífera en el siglo XX, en la que alcaldes y otras autoridades de vocación populista descubrirán en los rellenos, un recurso fácil para “mostrar obra”, y para llevar a veces un mordisquillo. Todos, en algún punto, con técnica precaria y drenajes insuficientes.
Las laderas del Pichincha son un patrimonio, declarado o no, de valía similar al Centro Histórico. Las magníficas laderas verdes que surgen allí a la mano, visibles desde toda la urbe, son un enorme atractivo turístico, lo que es una bagatela, si se compara con su verdadero valor: la vida de Quito, de sus habitantes, depende absolutamente de ellas. Esto no es una hipérbole, es así de manera real. Y es impresionante el olvido y el descuido en que se las ha tenido. Siempre habrá “palos gruesos” que querrán montar su negocio o edificar algún bodrio. No se los puede tocar. O aparecerán invasores, con algún padrino político, que “como son pobres”, pueden invadir y depredar, y tampoco se los puede tocar. Unos y otros han arrasado las laderas y quebradas. El daño está hecho ciertamente, difícilmente se puede recuperar. Habrá que hacerlo en lugares en que esto represente un peligro inminente, pero sobre todo hay que implementar medidas radicales que se impongan con rigor para salvar lo que ha quedado. Y así salvar la esperanza de volver, algún día, al amor. (O)










