Muchos han creído en las buenas intenciones del gobierno del presidente Noboa, pese a los cuestionamientos que van saliendo a las recientes leyes –para algunos, estar en la oposición los hará impugnadores de cualquier decisión que tome–. Que se prevea el problema de la energía eléctrica, que baje el índice del riesgo país, que se anuncien los acuerdos con gobiernos extranjeros que favorecen los negocios nacionales, son cosas buenas.
Los ciudadanos de a pie medimos la situación del Ecuador por dos signos que nos acucian todos los días: el alto y creciente costo de los alimentos y la inseguridad en las calles. Mientras el primero lo sienten quienes manejan el gasto cotidiano por la obligación de alimentar a una familia –escucho el seguimiento de precios a tal o cual producto que de manera implacable cambian en el supermercado o en la voz de la “casera” de la plaza popular–, la noticia de asaltos y robos salpica la conversación de cualquiera a diario.
Me pongo a recordar de cuando sufrí algún atropello de parte de un prójimo avezado, ¿habrá sido hace 25 años, cuando algún muchachuelo nos rompía una ventana con una bujía y se llevaba lo que reposaba en el asiento junto al conductor? Sí, en ese delito perdí un celular y lo más valioso, mi cuaderno de apuntes donde preparaba mis clases para la universidad. Hasta ofrecí recompensa por medio de una radiodifusora para recuperarlo. No me consolé nunca de la pérdida de ese adminículo donde reposaban las ideas que había escuchado del gran intelectual que fue Hernán Rodríguez Castelo.
En otro momento me arrancharon un reloj por un cuarto de ventana baja en mi vehículo, y también fue un chiquillo de pocos años. Y nada más. Qué triste que me considere bienaventurada por “solo” esos dos casos. Mientras tanto, en mi torno han ido floreciendo los testimonios de robos de todo tipo. Los ciudadanos hemos aprendido conductas de aviso, sospecha y prevención frente al acoso de los maleantes. Las motocicletas nos ponen la carne de gallina, más cuando son transporte de dos pasajeros. Mi otrora seguro barrio del Centenario, en cuyas calles caminaba para hacer ejercicio o para pasear a mi mascota, ahora solo puedo cruzarlo en carro y con los seguros bien puestos. Las salidas nocturnas se han reducido a la mínima expresión y cuando me aventuro a ellas, Guayaquil da una imagen desolada desde las ocho de la noche (una vuelta por la calle Escobedo me estremeció al constatar la cantidad de mendigos que arreglaba su tendido en los portales).
Las extorsiones y los secuestros, la desaparición de niños y jovencitas son noticias constantes de las redes sociales (sé que estos medios no son siempre veraces, pero comprendo a los familiares desesperados que los usan para pedir ayuda ante el drama que viven), al punto de considerar afortunado el día en que un conocido no publique desgracias. Lastimosamente nuestro sentido de grupo es reducido y sentimos más distante el dolor ajeno.
Las realidades que describo no cambian, siguen apretándonos el corazón, amenazando nuestra integridad y bienes. Las autoridades de la ciudad y las del país deben dejar sus rencillas y diferencias de lado para definir frentes de acción común y liberarnos de esta cotidianidad devaluada y fea, que nos hace infelices cada día. (O)