La novela histórica es un género polémico. Desde el lado de los historiadores se lanzan fuertes ataques: muchos de ellos consideran que contribuye a tergiversar los hechos; consideran que su disciplina debe ser asumida desde las evidencias y documentos. Algunos estudiosos del pasado creen que se puede “interpretar” la historia, es decir, buscar un sentido o una deriva a los hechos. Otros ni siquiera eso: solo vale el fenómeno histórico desnudo. Entonces, no aceptan que vengan los literatos a estar ficcionando sobre la sagrada certeza de su ciencia. Otros, en cambio, dicen que está bien, que la novela histórica es útil para la divulgación de la historia y que la gente conozca algo del pasado de su comunidad. Es decir, sirve como arte profano para profanos, una literal profanación literaria bienvenida con reticente benevolencia.

Es mucho lo que hay que hablar y lo que se ha hablado sobre la utilidad, conveniencia e incluso sobre la legitimidad de la novela histórica. Ahora solo nos vamos a enfocar en una de las posibilidades de este género: el uso de la novela como herramienta de experimentación en las ciencias sociales. Los novelistas crean realidades virtuales que explican hechos sociológicos, psicológicos o históricos, en zonas que los instrumentos de las respectivas disciplinas no pueden alcanzar. De hecho, toda novela es un experimento humanístico, aunque no todas alcancen la calidad observacional y literaria para hacer un verdadero aporte. Así, la novela histórica, entre otras variaciones, puede plantear hipótesis sobre hechos históricos no explicados. Un ejemplo de estas elaboraciones la encontramos en la bien documentada novela del escritor, académico y periodista Diego Araujo titulada Las secretas formas del tiempo.

En medio de la convergencia de distintos canales de tiempo, contemporáneos y pasados, el nudo central se refiere a un hecho que ha sido repetidamente abordado por novelistas ecuatorianos: el asesinato del presidente García Moreno. ¿Quiénes fueron los autores intelectuales, si es que los hubo, del crimen? Los mismos hechores no supieron quién movió los hilos que juntaron a jóvenes intelectuales con el rústico talabartero Rayo en la ejecución del mandatario. Araujo da voz a varios personajes implicados en el asunto, como los propios asesinos, la misteriosa Juana Terrazas o el hermano de esta, un famoso canónigo. Se concentra, con notable esfuerzo histórico, en rebatir la especie de que Rayo actuó movido por celos, lo que no se sostiene en la lógica ni en ningún documento contemporáneo. En esa vía se extraviaron varios novelistas e incluso pretendidos historiadores. Sin afirmarla, el autor de Las secretas formas del tiempo hace prevalecer la posibilidad de que el gran jugador detrás de esta sangrienta partida era el ministro de Guerra, el general Francisco Javier Salazar. Si lo fue, se arrepintió a medio camino y no llegó a dar un golpe de Estado apoyando la causa de los homicidas. Esta versión sí era un rumor que circuló insistentemente en aquellos años y fue determinante para impedir que este distinguido militar llegase a ser presidente de la República, como al parecer pretendía. (O)